Cierta vez un espejo que se me volvió adicción. Torpe en cualquier materia hogareña, mamá lo colocó a la primera luz a mano y no a la del norte, ducha en ocultar imperfecciones, según sabían las familias de bien.
Aun así era tan bueno y, por tanto, generoso, que ni heridas y ásperos regaños por rasurarme en la pequeña biblioteca-sala de costura ayudado con el agua de un pocillo, me expusieron en adelante a la vulgaridad de sus congéneres, y nunca salí más a la calle sin un buen baño en aquel reconfortante brillo.
De ese modo inicié la profesionalización en el tema, seguro de que si el día flaqueaba no importa dónde, con entrar a una cafetería, una tienda, un hotel, elegantes, las cosas volverían a su falso, tranquilo lugar. En la profesionalización vino la tortura, porque la formula se invertía directa, proporcionalmente, con esos espejos andantes que son mis iguales: cuanto más prósperos ellos, peor mi reflejo.
Tortura, digo, no por el rechazo en sí mismo, del cual me congratulo, sino por la mortal trampa en que caí: visto con desprecio por la gente fina, fuera de casa la droga se volvió innacesible. En concecuencia la calle devino en vía crucis.
Estoy tentado a tocar a la casa en que ahora vive un sobrino, para desatendiendo las consecuencias terminar a hachazos con el culpable de mi triste destino.