miércoles, 29 de julio de 2015

Casi Memphis, Tennessee

Sí, era un ágrafo funcional, no cabe duda.

Para Juan y para mí en aquéllos años, autobuses, trenes y caminos a pie, igual si duraban dos días que veinte minutos, nos condujeron a paseos estelares, por todo tan desconocido. Él cuidaba mencionarlo completando la impresión de que estar a su lado era mirar un espejo donde los demás se descubrían frente a inimaginables precipicios.
Su primer viaje al extranjero lo hizo conmigo y aguardando que nuestro avión despegara tradujo el entusiasmo en un comentario:
-¡Quieren robarme la experiencia con música de elevador!
Yo vacilaba entre lo aprendido y mi natural estupidez y sólo gracias a él recordé que el mundo no dejaría nunca de ser ancho y ajeno, y que nada había tan falso como nuestra moderna pretensión de recorrer largas distancias con familiaridad, sin prevenir a los sentidos y la razón. Así se marchaba sobre el vació.
Tan visiblemente arrancado de casa, quienes lo topaban se sentían incómodos, ni más ni menos que ante un poblador del más primitivo, recóndito lugar. Los otros nos esforzábamos por presentarnos como cosmopolitas, esa especie que cuando lo es en verdad encarna una extravagancia cercana a la extraterrestre: condenados, bíblicos, errantes vagabundos.
Expuestos al amenazador asombro, la conciencia de soledad no hallaba reposo sino entre nosotros. Igual daba entonces caminar por los puntos turísticos de una ciudad que perderse en sus espinosos rincones, y así vez tras vez topábamos calles que vacacionistas y agentes viajeros no verían jamás, en situaciones de las cuales salíamos con suerte justo por nuestra patente humilde extranjería, tomando también por sorpresa a los lugareños, a ratos amables, interesados en el país del cual veníamos, cuyo exotismo acostumbrábamos recrear para beneplácito suyo.
Habíamos descubierto este recurso en una pequeña ciudad metalúrgica digna del cine neoralismo italiano, donde a las preguntas de un muchacho convertimos a México en edificios curvados, campos grisáceos y cielos rojos, cuya existencia se apuro a compartirles a escépticos amigos.
Por eso no fue del todo un despropósito, digamos, que entrando a la más cosmopolita ciudad nos diéramos ánimo con una pistola de plástico cuyo tronido apenas concebible desestimularía a asaltantes y asesinos que infestarían el lugar. Cada poco luego discutíamos quién debía portar el arma, a mano lo mismo en barrios musulmanes que por céntricas cafeterías, pues los meseros representaba no menos peligro que los hoscos rostros al voltear la esquina, y eran, desde luego, mucho más intolerantes en sus traje de engaños que durante unas horas diarias podían negar el pequeño, ruinoso departamento esperándolos al finalizar la jornada.
Al poco di el paso inicial en mi primera crisis adulta, no podía abandonar nuestro habitación y nos marchamos para que buscara refugio. Al separarnos en un puerto de otro, tercer país, viéndolo alejarse por el muelle con un poemario, supe que la mejor parte del viaje le estaba por venir, ahora sin obligarse a decir palabra sobre la realidad que no revelaría sino lo necesario para durante años madurar en su interior.
Para el paseo que quiero contar, la cuestión apareció de una distinta manera. La nueva ciudad cosmopolita, punto de arranque de la ruta que curiosas fantasías me llevaron a plantearle, lo inquietaba particularmente, y para tranquilizarlo le aseguré que sí éramos capaces de sobrellevar la nuestra, cualquier cosa en aquélla resultaría pan comido.
No lo hago de momento pues después de cuarenta años ese par de meses no terminan de madurar en mi cabeza. Solo adelantaré que hace días Juan cumplió el viaje a cabalidad, sin compañía, y pudo contármelo en unas breves líneas de correo.
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La vida es curiosa y las intimidades de Tenneesse llegaron a mí buscando a Bryan O´Donnell, los pueblos del continente contiguo al Niño de Piedra y la infamia tras cuyo rastro anda Demasiado humano. Entonces aquel loco viaje que inesperadamente propuse al amigo, lo ordenó el futuro.
Entre 1770 y 1830 ocho millones de hombres y mujeres de la costa atlántica siguieron la caída del sol tras los Apalaches que el gobierno británico impuso como barrera a la colonización, hacia la asombrosamente pródiga cuenca del Mississippi y más allá, rumbo a las Rocallosas.
La tierra se conmovía con la avalancha humana y sus haberes: carretas, caballos, embarcaciones cargando todo lo imaginable y el brutal estrépito de hierro y madera, disonantes voces de cerdos, reses, perros y gallinas. Periódicos y memorias contemporáneas intentaban apresar en números tal tumultuoso precipitarse atravesado por una fe que creía reconocer las trompetas de Moisés anunciando el nuevo reino:
“En un mes, la villa de Robbstow vio pasar 236 carretas.” “Informes provenientes de Lancaster establecen que se contaron en una semana 100 familias que cruzaron la ciudad.” “Por Eaton pasaron 511 carretas con 3,066 personas en un mes.” En el mismo Muskingum de las mágicas semillas de calabaza, contabilizaban cincuenta carretas en un día, mientras pontones, lanchones y chatas atestaban los ríos.
Era una historia de grandes esperanzas y sufrimientos. “Una familia compuesta por 8 miembros, en viaje de Maine a Indiana hizo a pie los más de 600 kilómetros a Eaton, Pennsylvania.” “Un herrero de Rhode Island, en pleno invierno cruzó Massachusetts rumbo a Albany (alrededor de 300 kilómetros). En un carrito iban algunas ropas, algunos alimentos y dos criaturas. Detrás marchaba pesadamente la madre, con un pequeñuelo en brazos y 7 niños más a su lado.” Alguien dio cuenta de dos chuecas embarcaciones amarradas entre sí, que transportaban a familias y granjas desmontadas con todos los efectos, como hogar viajero cuyo sostén eran las rutinas y una anciana con anteojos tejiendo sobre su hamaca.
Eran tan frecuentes las mudanzas, que según cierto futuro presidente todos los años en primavera a un vecino suyo las gallinas se le acercaban cruzando las patas, preparándose para otro viaje.
Recuerdo éste tocado por el mismo delirio imaginativo que hacía florecer con clavos una barra de hierro y sólo así recogía los auténticos milagros de la aventura.
Una larga serie de estereotipos estadounidenses estaba ya presente en el río de historias que desde el Oeste prosperaba entonces por donde quiera. En la anécdota, por ejemplo, del viajero que detenía su caballo donde el lodazal se volvía infranqueable y descubría un sombrero sobresaliendo del fango, que se agitaba. “Al viajero comenzó a helársele la sangre, pero juntó suficiente coraje para levantar el sombrero con su látigo de montar. ¡Cáspita! Debajo apareció la cabeza de un hombre, que se volvió hacia él y exclamó: 
“-¡Hola, forastero! ¿Quién le dijo que me hiciera saltar el sombrero?”
Reponiéndose de la sorpresa, aquél se preparó a bajar del animal para ayudarlo.
-”¡Oh, no se preocupe usted!" -le respondieron. -"Verdad es que estoy en un aprieto, pero tengo debajo mío un excelente caballo, que me ha hecho atravesar sobre su lomo más de un sitio peor que éste. Nos las arreglaremos.”
Eran seres humanos que tras las flechas indias encontraban a los mucho más peligrosos bancos, amenzándolos cada poco amenazaban con aumentar los intereses o expropiarles tierras adquiridas a grandes concesionarios1.

1.Todo lo tome de Los bienes terrenales del hombre, de Leo Huberman.