miércoles, 29 de julio de 2015

Aparta de mí ese cáliz (1)

No tolero la serie de televisión española que rompe raitings presumiendo los tiempos en torno a la transición democrática hoy en ruinas.
Justo entonces hice las primeras visitas al país. Venía del México de la dictadura perfecta y aun así quedé perplejo.
La segunda estancia se prolongó once meses, poco después de la muerte del dictador y no del régimen. Rumbo a Asturias, con la mujer y el hijo hice escala en Madrid, en el piso de una familia a quien nos etiquetaron. Se trataba de una entrada por la puerta grande a lo que había oteado dos años atrás -el susurro de lo pequeño es de una elocuencia no menor que los clamores de lo grande.
El lugar lo presidía una pareja que convocaba a los cómics de humor y resultaba sin embargo muy para los ácidos de un historietista cuyo obra mayor eran las memorias de un orfanato.
No creo en la existencia de gente tonta pero como toda regla tiene su excepción, con la patrona de la casa fui a encontrarla. Debía medir un metro setenta, pesaba muy por encima de los cien kilos y el rostro parecía tomado de una roca, sin trabajo posterior alguno. Él apenas rebasaba el uno sesenta, sus hombros eran los más escuálidos y estrechos vistos en mi vida, al torax lo coronaba un majestuoso vientre y en la calle debía representar el papel de un hispano Gutierritos –personaje de la primera telenovela mexicana de éxito, a quien todos daban coscorrones y colgaban chistosos papeles en la espalda-. Al llegar a casa era tan Dios como el que más, según mandan los cánones.
El reinado familiar de la pareja tenía su más palpable expresión en el desprecio a la hija mayor, por un buen motivo: era inteligente. Tanto había sido el maltrato, que esta cálida mujer cercana a los treinta estaba a punto de ser fea –noción que, de vuelta, no suele entrar en mi cabeza-, de espalda encorvada, los granos cebándose en el rostro, unos espejuelos de grueso armazón que usaba para terminar de ocultarse al mundo, pues no los necesitaba.
Vivimos momentos sublimes en aquel hogar -y tanto, con sus criaturas bullendo en el caldero-. Como el par de veces en una semana en que, en saludo a la modernidad recién instaurada en el baño, la ama dio de voces pidiendo la asistieran en la tina, donde sólo Dios sabe cómo entró pero nunca cómo saldría. 
O como la sobremesa en que desde el pontificado de la silla principal, el Señor repitió para nosotros la encíclica promulgada para los hijos quién sabe cuánto antes: estaba científicamente comprobada la superioridad de la raza blanca y los negros eran micos. (Habría repetido aquello, en voz baja desde luego, aun en las calles de Nueva York, donde por entonces la gente se abría al paso de la belleza y la altanería de los Panteras Negras. Y con la raza negra iban todas las no pálidas, incluyendo la de la cuñada de él, una mexicana con quien, a su entender, había tenido el imperdonable mal tino de casarse su hermano menor). Cuando este portento de ser humano que nos hospedaba soltó la dicha sentencia, ante nuestros reclamos a punto de tundirlo allí mismo, revisando a los hijos por si su autoridad estaba siendo mellada, zanjó la cuestión sacando la Biblia en forma de libro de biología para no sé qué año, de las escuelas publicas, donde el tema se desarrollaba a fondo, con muy muchas, irrebatibles citas de reconocidísimos sabios.