miércoles, 29 de julio de 2015

De una punta de inútiles

No sé si había razones en descargo, lo seguro es que en 1970 yo era un completo inútil. En el remedo de barrio bohemio donde llevaba años en un medio conflictuado y muy categórico vagabundeo, dentro del célebre restaurante de siempre, apenas sentarse y en presencia mía Lubardo diijo eufórico a Fendes:
-¡Ya lo tengo!
Lo que tenía era la forma en la cual Fendes podría cumplir el sueño, aceptando la invitación de viajar a la más cosmopolita ciudad del mundo, hecha por una futura heredera menor de un gran consorcio. Según se había platicado el paseo terminaría en legal matrimonio. 
El asunto empezaría con la compra de un artefacto que Lumb promocionaba a través de un concurso, cuyo premio era un auto. El segundo movimiento consistía en sacar durante la rifa, literalmente de la manga, el número adecuado del registro de compra. El acuerdo no precisaba los pretextos para que yo tomara un tercio de lo que tocara al rematar el vehículo y, claro, guardé el más obsequioso silencio. 
Comenzaba el otoño, Fendes llamó por teléfono a su joven rica dama, le respondieron que aguardara un poco y yo, que me había contagiado con la idea del viaje, me ofrecí a servirle de adelanto. Quien me recibiría, Juncio, fue con quien aquél conoció a la susodicha y a su enana, antojabilísima y de pies a cabeza insoportable amiga, a la cual el segundo resolvió alcanzar de inmediato vendiéndole a su acaudalado progenitor la urgencia de cambiar a la gran universidad pública del país, culpable de la golfería del muchacho, por la licenciatura en una universidad de la ciudad aquella.
Jun me recibió por todo lo alto y con tiempo sólo para dejar las maletas en el departamento, fuimos al bar-cafetería de su cuadra. Estaba puesto con modestia y servía de cálido refugio, también para el hermano menor de uno de los más aplaudidos requintos de la época, a quien se aseguraba, y pienso que tenían razón, habría superado de no ser por un grave accidente. Amenizaba el lugar a cambio de unos dólares que sus amigos y patrones debían sacar de la bolsa y no de la caja registradora, tan pobre como puede esperarse del par de cervezas por persona de los cuales podía desprenderse una veintena de universitarios. 
Juncio y yo llegamos en el momento en que aquel gran tipo con sus manos esclerotizadas daba batalla a a las cuerdas, produciendo singulares obras de arte que falseaban cada poco para recuperarse enseguida. El que no desmerecía nunca era su rostro, trabajado por el dolor y así mejor en las fallas.
Eso es, sin embargo, auténtica harina de otro costal en una historia como la presente, y más viene a cuento recordar la mirada de mi amigo conforme abrió la puerta al llegar. Había dos novedades femeninas entre el auditorio y la más alta con entera justicia atrajo la atención de Jun. A su lado se sentaba la que bien pudo servir de modelo a la púber de un magnífico álbum. 
Iríamos los cuatro al duplex de ellas, a meterse la mejor droga suave jamás inventada y pasar una noche entre sábanas, alfombras o lo que estuviera a disposición.
-¡Dios!, -díjeme yo- el primer mundo en verdad lo es.
Como esto se alarga alejándose de febrero de 1971, que era el propósito, saltaré pasajes no menos sustanciosos hasta el acuerdo con mi amigo para 
ir "en busca de la revolución".
Si bien y desde luego él no cumpliría, aquello fue el pretexto para que yo rompiera de una buena vez con mis desafortunados últimos años y con mucho más, en una segunda historia cuyo comienzo da para carcajearse de lo lindo a mi costa.
El viaje a Manhattan, quitadas las liviandades referidas y sumando grandes anécdotas en barrios fieros, fue un inmejorable golpe que al regresar me permitió ver a la Zona Rosa y a mis devaneos tal eran: fallidos, torpísimos intentos de nada. Así que pasadas dos semanas tomé el tren.
Durante el primer tramo del trayecto, mirando al paso por la ventana los nuevos fraccionamientos de Celaya, lloré. Se parecían a los de mis años de niño en la ciudad que entonces se hacía monstruo. Muchos cientos de kilómetros y un parada intermedia adelante, el dinero se terminó y fui a dar a un hotel de mala muerte. Me lavaba los dientes frente al espejo descascarado y volví a llorar.
El viaje habría seguido ese tono de no encontrar a Martín en el trasbordador. Se acercó a la barandilla desde donde a lo melancólico yo seguía el bamboleo del Mar de Cortés, y me sacó conversación. Había sido soldador, creo, en el propio DF e intentando cruzar a los EU lo devolvieron dos veces. Ahora se acercaba a mí con el aprendizaje en la picaresca que la aventura le dejó, pretendiendo sacarme algo. Pero como yo estaba más vacío que él, decidió hacerme su Sancho Panza. Dijo:
-¿Tienes hambre?
Contesté con la verdad y me hizo seguirlo hasta la cocina del barco, pues afirmaba que sin falta los cocineros eran solidarios. No se equivocó. Apurábamos una torta cuando el lugar se paralizó. El capitán nos contemplaba desde una de las entradas. Y el regaño se produjo pero no por darnos de comer, sino por la pobreza de lo entregado. Todos, incluido Martín, intercambiaron una mirada de entendimiento que no descifré, cuando el comandante pidió sirvieran lo mejor a bordo en su camarote.
Allí cenamos tan opíparamente como las circunstancias permitían, aderezado todo con mi ingenuidad. El capitán rondaba los cincuenta y sus ojos relataban una tristeza vieja y profunda. Bajito, flojo de carnes y con una incompresible palidez si atendemos a su oficio, se enfocó en mi persona, sincerando poco a poco los motivos de su desolación. Al menos los que no había riesgo en contar y que yo, inútil, provinciano pero noble al fin y al cabo, quise comprender: la soledad y la monotonía del marino, de la cuales había escuchado en Conrad y London.
El hombre dirigía un barco, por pequeño que éste fuera, y costaba trabajo reconocer su fragilidad que, a la manera de esa noche frente a nosotros, podía exponerlo a las ruindades de los otros. Martín devoraba a mi lado continuando las miraditas que iniciaron en la cocina y que a mí no me pasaban de noche pero casi, pues no sacaba de ellas nada en claro, como mal entendía también el juego cruzado que hacían con el olímpico desprecio del patrón, aquí sí muy en su despótico papel, hacia mi compañero.
Estábamos lejos de terminar la segunda botella de vino cuando a una especie de orden el migrante fallido procedió a despedirse. Intenté imitarlo, me contuvo, volteé confundido hacia el patrón, quien se apenó y agacho la mirada.
Al marcharnos no di de palos a Martín porque habría yo salido varias veces revolcado, pero estallé:
-¡Ya ni chingas, cabrón! ¡Vendiéndome por un pinche pollo y unas papás! 
- 0 -
Contada así la historia es justa y está medio muerta sin embargo, al no recoger lo que transcurría por dentro. Traigo a cambio el demencial momento en que recién llegado entré a casa de mis padres. Todo me resultaba pequeño, ruin, desolado, digno del olvido que la mínima justicia impedía, pues si algo había era un alboroto de cuerpos abiertos de par en par por terribles infortunios personales y sociales. Y con él, la riqueza humana que había sido incapaz de asimilar y estaba sin embargo en mis huesos.
Contaminado por la frivolidad del viajero moderno, olvidaba que no hay modo de aprender los kilómetros a miles pues, sabios, los sentidos y la mente son perezosos, y enceguecía  también acercándome a una cultura cuya base está en negar, propia del éxito.
En tales condiciones qué trabajo me costaba emular a Lumbardo el de la rifa del auto, organizando una más modesta aunque suficiente para poner pies en polvorosa de mi vida anterior -creía yo, y por ventura eso era imposible-.
Desde el más elegante de ellos, frecuentado por empresarios y políticos, una recién ex Miss Ciudad de México me sonreía. Fui a su mesa, preguntó si quería cenar, a lo soberbio respondí:
-Desde luego pero no será con el dinero que no tengo- y dijo:
-Espera- volteando hacia el vecino enfundado en un magnífico casimir inglés y zapatos con precio de cuatro cifras, a quien llevaba rato encandilando con la mirada. El tipo cambio de mesa, pedí todo lo más caro mientras ella le entornaba la pestaña y me acariciaba la pierna, y una vez satisfechos nosotros dos:
-Toma tu palmo de narices, mi ejecutivo rey.
Ese coctel yo fue el que subió al tren y gimoteó estación tras estación. Atrás dejaba o creía dejar mi historia, y gracias al cielo en el trayecto empezaba a volver como debía.