miércoles, 29 de julio de 2015

Marchante

-¿A cuánto? -preguntó señalando el montoncito sobre mi manta en el suelo.
-Millón -contesté.
-¡Perdón! No, no quiero comprarle la producción de aquí hasta que se muera. Si ni a una docena llega.
No tuvo respuesta, sólo mi rostro de hambre mirando hacía él, que se conmovió.
-¿Cuánto por todo?
-¿Por todo? No puedo, patrón.
-No me salga como la india con su kilo de limones.
-Sí le salgo, señor, perdón. ¿No ve qué es lo único que tengo? Si se lleva todo ¿qué hago mañana? Viene el inspector y me corre.
-¿Y luego?
-Que no sé hacer otra cosa, marchante.
-¿Qué?, ¿estar aquí de ofrecido? ¿Pues de qué come, pobre hombre?
-De la voz que regatea. Soy el puro regateo, ¿ve? ¡Pásele, joven!

Aparta de mi ese cáliz (2)

Cómo se elaboró la vida íntima en la Espala franquista. En Asturias, por ejemplo, donde al final de la Guerra Civil tras las más duras columnas franquistas arribaron misioneros hasta un minuto antes en pía obra en África.
Los religiosos debían contribuir a extender el manto negro sobre la región, en la que a comienzos de los años 1940 por las noches se puso a circular una “fantasma”. Parecía mera leyenda para dar a la noche el aire sobrenatural que se debía, colaborando al cumplimiento del toque de queda. Lo parecía, hasta la justiciera mañana en la cual los fugaos resolvieron cortar por lo sano y dejaron a la entrada de un poblado el cadáver con fantástica capa encima, del capitán de la Guardia Civil que se divertía asustando al vecindario.
Los fugaos eran los del monte y esas líneas continuaban con la sexualidad de tres mujeres, elocuente demostración de la negrura de treinta años que empezaron así:
Primero encontré a Vega, el más adelantado de los estudiantes de química en el Gijón de 1939, convertido en fotógrafo en una distante aldea a la que se lo destinó con claras instrucciones de no ejercer nada parecido a su trunca profesión.
Luego fue Llagos. Con dieciocho años a la caída de la Republica, en su aldea debió asumir la dirección del PSOE, desde luego encubierta, lo cual, claro, es un decir. No tuve una relativa clara idea de cuánto había sufrido el hombre hasta hacer migas con Marcelo.
En el libro sobre el abuelo va este apretado resumen de los años 1940:
Enfermeras y enfermeros de un psiquiátrico, agentes o testigos de un festín del gusto por el poder convertido en deseo, luego asesinados, como adelanto de miles de ajusticiamientos a cielo abierto y fosas comunes con las huellas borradas; juicios sumarios, campos de trabajo, palacios reconvertidos a base de horcas, sillas eléctricas y látigos con clavos en las puntas; padres amenazados con la muerte cumplida de un hijo para que otro, fugado, abandonase su escondite, o colgados de propia mano como único camino para escapar de la terrible elección; mujeres rotas sin remedio, que no sabían si algo más podía perderse en el periplo inútil de evitar el fusilamiento del marido; damas en fiestas populares riendo al obligar a cantar a la joven que esperaba para enterrar un cadáver producto del justo castigo ordenado a un juez por el divino verbo; hogueras de libros, ojos espiando por las rendijas de todas las horas…
No en balde al inicio de los 1950 Blas de Otero, el aún más o menos joven poeta, decía:
Aquí teneís, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos sus versos (…)
olas de sangre contra el pecho, enormes
olas de odio, ved, por todo el cuerpo.
Damaso Alonso, el escritor de la generación del 98 que quedaba en el país tras la caída de la República: “Hemos vuelto los ojos en torno y nos hemos sentido como una monstruosa, una indescifrable apariencia, rodeada, sitiada por otras apariencias, tan incomprensibles, tan feroces, quizás tan desgraciadas como nosotros mismos (,,,) o nos hemos visto entre millones de cadáveres vivientes, pudriéndonos todos (…) Y hemos gemido largamente en la noche. Y no sabíamos a dónde vocear.”
Lejos de allí otro poeta escribió antes de la desgracia:
España, aparta de mi este cáliz
Niños del mundo,
si cae España -digo, es un decir-
si cae
del cielo abajo su antebrazo que asen,
en cabestro, dos láminas terrestres;
niños, ¡qué edad la de las sienes cóncavas!
¡qué temprano en el sol lo que os decía!
¡qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano!¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno!   

Aparta de mí ese cáliz (1)

No tolero la serie de televisión española que rompe raitings presumiendo los tiempos en torno a la transición democrática hoy en ruinas.
Justo entonces hice las primeras visitas al país. Venía del México de la dictadura perfecta y aun así quedé perplejo.
La segunda estancia se prolongó once meses, poco después de la muerte del dictador y no del régimen. Rumbo a Asturias, con la mujer y el hijo hice escala en Madrid, en el piso de una familia a quien nos etiquetaron. Se trataba de una entrada por la puerta grande a lo que había oteado dos años atrás -el susurro de lo pequeño es de una elocuencia no menor que los clamores de lo grande.
El lugar lo presidía una pareja que convocaba a los cómics de humor y resultaba sin embargo muy para los ácidos de un historietista cuyo obra mayor eran las memorias de un orfanato.
No creo en la existencia de gente tonta pero como toda regla tiene su excepción, con la patrona de la casa fui a encontrarla. Debía medir un metro setenta, pesaba muy por encima de los cien kilos y el rostro parecía tomado de una roca, sin trabajo posterior alguno. Él apenas rebasaba el uno sesenta, sus hombros eran los más escuálidos y estrechos vistos en mi vida, al torax lo coronaba un majestuoso vientre y en la calle debía representar el papel de un hispano Gutierritos –personaje de la primera telenovela mexicana de éxito, a quien todos daban coscorrones y colgaban chistosos papeles en la espalda-. Al llegar a casa era tan Dios como el que más, según mandan los cánones.
El reinado familiar de la pareja tenía su más palpable expresión en el desprecio a la hija mayor, por un buen motivo: era inteligente. Tanto había sido el maltrato, que esta cálida mujer cercana a los treinta estaba a punto de ser fea –noción que, de vuelta, no suele entrar en mi cabeza-, de espalda encorvada, los granos cebándose en el rostro, unos espejuelos de grueso armazón que usaba para terminar de ocultarse al mundo, pues no los necesitaba.
Vivimos momentos sublimes en aquel hogar -y tanto, con sus criaturas bullendo en el caldero-. Como el par de veces en una semana en que, en saludo a la modernidad recién instaurada en el baño, la ama dio de voces pidiendo la asistieran en la tina, donde sólo Dios sabe cómo entró pero nunca cómo saldría. 
O como la sobremesa en que desde el pontificado de la silla principal, el Señor repitió para nosotros la encíclica promulgada para los hijos quién sabe cuánto antes: estaba científicamente comprobada la superioridad de la raza blanca y los negros eran micos. (Habría repetido aquello, en voz baja desde luego, aun en las calles de Nueva York, donde por entonces la gente se abría al paso de la belleza y la altanería de los Panteras Negras. Y con la raza negra iban todas las no pálidas, incluyendo la de la cuñada de él, una mexicana con quien, a su entender, había tenido el imperdonable mal tino de casarse su hermano menor). Cuando este portento de ser humano que nos hospedaba soltó la dicha sentencia, ante nuestros reclamos a punto de tundirlo allí mismo, revisando a los hijos por si su autoridad estaba siendo mellada, zanjó la cuestión sacando la Biblia en forma de libro de biología para no sé qué año, de las escuelas publicas, donde el tema se desarrollaba a fondo, con muy muchas, irrebatibles citas de reconocidísimos sabios.

Casi Memphis, Tennessee

Sí, era un ágrafo funcional, no cabe duda.

Para Juan y para mí en aquéllos años, autobuses, trenes y caminos a pie, igual si duraban dos días que veinte minutos, nos condujeron a paseos estelares, por todo tan desconocido. Él cuidaba mencionarlo completando la impresión de que estar a su lado era mirar un espejo donde los demás se descubrían frente a inimaginables precipicios.
Su primer viaje al extranjero lo hizo conmigo y aguardando que nuestro avión despegara tradujo el entusiasmo en un comentario:
-¡Quieren robarme la experiencia con música de elevador!
Yo vacilaba entre lo aprendido y mi natural estupidez y sólo gracias a él recordé que el mundo no dejaría nunca de ser ancho y ajeno, y que nada había tan falso como nuestra moderna pretensión de recorrer largas distancias con familiaridad, sin prevenir a los sentidos y la razón. Así se marchaba sobre el vació.
Tan visiblemente arrancado de casa, quienes lo topaban se sentían incómodos, ni más ni menos que ante un poblador del más primitivo, recóndito lugar. Los otros nos esforzábamos por presentarnos como cosmopolitas, esa especie que cuando lo es en verdad encarna una extravagancia cercana a la extraterrestre: condenados, bíblicos, errantes vagabundos.
Expuestos al amenazador asombro, la conciencia de soledad no hallaba reposo sino entre nosotros. Igual daba entonces caminar por los puntos turísticos de una ciudad que perderse en sus espinosos rincones, y así vez tras vez topábamos calles que vacacionistas y agentes viajeros no verían jamás, en situaciones de las cuales salíamos con suerte justo por nuestra patente humilde extranjería, tomando también por sorpresa a los lugareños, a ratos amables, interesados en el país del cual veníamos, cuyo exotismo acostumbrábamos recrear para beneplácito suyo.
Habíamos descubierto este recurso en una pequeña ciudad metalúrgica digna del cine neoralismo italiano, donde a las preguntas de un muchacho convertimos a México en edificios curvados, campos grisáceos y cielos rojos, cuya existencia se apuro a compartirles a escépticos amigos.
Por eso no fue del todo un despropósito, digamos, que entrando a la más cosmopolita ciudad nos diéramos ánimo con una pistola de plástico cuyo tronido apenas concebible desestimularía a asaltantes y asesinos que infestarían el lugar. Cada poco luego discutíamos quién debía portar el arma, a mano lo mismo en barrios musulmanes que por céntricas cafeterías, pues los meseros representaba no menos peligro que los hoscos rostros al voltear la esquina, y eran, desde luego, mucho más intolerantes en sus traje de engaños que durante unas horas diarias podían negar el pequeño, ruinoso departamento esperándolos al finalizar la jornada.
Al poco di el paso inicial en mi primera crisis adulta, no podía abandonar nuestro habitación y nos marchamos para que buscara refugio. Al separarnos en un puerto de otro, tercer país, viéndolo alejarse por el muelle con un poemario, supe que la mejor parte del viaje le estaba por venir, ahora sin obligarse a decir palabra sobre la realidad que no revelaría sino lo necesario para durante años madurar en su interior.
Para el paseo que quiero contar, la cuestión apareció de una distinta manera. La nueva ciudad cosmopolita, punto de arranque de la ruta que curiosas fantasías me llevaron a plantearle, lo inquietaba particularmente, y para tranquilizarlo le aseguré que sí éramos capaces de sobrellevar la nuestra, cualquier cosa en aquélla resultaría pan comido.
No lo hago de momento pues después de cuarenta años ese par de meses no terminan de madurar en mi cabeza. Solo adelantaré que hace días Juan cumplió el viaje a cabalidad, sin compañía, y pudo contármelo en unas breves líneas de correo.
-0-
La vida es curiosa y las intimidades de Tenneesse llegaron a mí buscando a Bryan O´Donnell, los pueblos del continente contiguo al Niño de Piedra y la infamia tras cuyo rastro anda Demasiado humano. Entonces aquel loco viaje que inesperadamente propuse al amigo, lo ordenó el futuro.
Entre 1770 y 1830 ocho millones de hombres y mujeres de la costa atlántica siguieron la caída del sol tras los Apalaches que el gobierno británico impuso como barrera a la colonización, hacia la asombrosamente pródiga cuenca del Mississippi y más allá, rumbo a las Rocallosas.
La tierra se conmovía con la avalancha humana y sus haberes: carretas, caballos, embarcaciones cargando todo lo imaginable y el brutal estrépito de hierro y madera, disonantes voces de cerdos, reses, perros y gallinas. Periódicos y memorias contemporáneas intentaban apresar en números tal tumultuoso precipitarse atravesado por una fe que creía reconocer las trompetas de Moisés anunciando el nuevo reino:
“En un mes, la villa de Robbstow vio pasar 236 carretas.” “Informes provenientes de Lancaster establecen que se contaron en una semana 100 familias que cruzaron la ciudad.” “Por Eaton pasaron 511 carretas con 3,066 personas en un mes.” En el mismo Muskingum de las mágicas semillas de calabaza, contabilizaban cincuenta carretas en un día, mientras pontones, lanchones y chatas atestaban los ríos.
Era una historia de grandes esperanzas y sufrimientos. “Una familia compuesta por 8 miembros, en viaje de Maine a Indiana hizo a pie los más de 600 kilómetros a Eaton, Pennsylvania.” “Un herrero de Rhode Island, en pleno invierno cruzó Massachusetts rumbo a Albany (alrededor de 300 kilómetros). En un carrito iban algunas ropas, algunos alimentos y dos criaturas. Detrás marchaba pesadamente la madre, con un pequeñuelo en brazos y 7 niños más a su lado.” Alguien dio cuenta de dos chuecas embarcaciones amarradas entre sí, que transportaban a familias y granjas desmontadas con todos los efectos, como hogar viajero cuyo sostén eran las rutinas y una anciana con anteojos tejiendo sobre su hamaca.
Eran tan frecuentes las mudanzas, que según cierto futuro presidente todos los años en primavera a un vecino suyo las gallinas se le acercaban cruzando las patas, preparándose para otro viaje.
Recuerdo éste tocado por el mismo delirio imaginativo que hacía florecer con clavos una barra de hierro y sólo así recogía los auténticos milagros de la aventura.
Una larga serie de estereotipos estadounidenses estaba ya presente en el río de historias que desde el Oeste prosperaba entonces por donde quiera. En la anécdota, por ejemplo, del viajero que detenía su caballo donde el lodazal se volvía infranqueable y descubría un sombrero sobresaliendo del fango, que se agitaba. “Al viajero comenzó a helársele la sangre, pero juntó suficiente coraje para levantar el sombrero con su látigo de montar. ¡Cáspita! Debajo apareció la cabeza de un hombre, que se volvió hacia él y exclamó: 
“-¡Hola, forastero! ¿Quién le dijo que me hiciera saltar el sombrero?”
Reponiéndose de la sorpresa, aquél se preparó a bajar del animal para ayudarlo.
-”¡Oh, no se preocupe usted!" -le respondieron. -"Verdad es que estoy en un aprieto, pero tengo debajo mío un excelente caballo, que me ha hecho atravesar sobre su lomo más de un sitio peor que éste. Nos las arreglaremos.”
Eran seres humanos que tras las flechas indias encontraban a los mucho más peligrosos bancos, amenzándolos cada poco amenazaban con aumentar los intereses o expropiarles tierras adquiridas a grandes concesionarios1.

1.Todo lo tome de Los bienes terrenales del hombre, de Leo Huberman.

De una punta de inútiles

No sé si había razones en descargo, lo seguro es que en 1970 yo era un completo inútil. En el remedo de barrio bohemio donde llevaba años en un medio conflictuado y muy categórico vagabundeo, dentro del célebre restaurante de siempre, apenas sentarse y en presencia mía Lubardo diijo eufórico a Fendes:
-¡Ya lo tengo!
Lo que tenía era la forma en la cual Fendes podría cumplir el sueño, aceptando la invitación de viajar a la más cosmopolita ciudad del mundo, hecha por una futura heredera menor de un gran consorcio. Según se había platicado el paseo terminaría en legal matrimonio. 
El asunto empezaría con la compra de un artefacto que Lumb promocionaba a través de un concurso, cuyo premio era un auto. El segundo movimiento consistía en sacar durante la rifa, literalmente de la manga, el número adecuado del registro de compra. El acuerdo no precisaba los pretextos para que yo tomara un tercio de lo que tocara al rematar el vehículo y, claro, guardé el más obsequioso silencio. 
Comenzaba el otoño, Fendes llamó por teléfono a su joven rica dama, le respondieron que aguardara un poco y yo, que me había contagiado con la idea del viaje, me ofrecí a servirle de adelanto. Quien me recibiría, Juncio, fue con quien aquél conoció a la susodicha y a su enana, antojabilísima y de pies a cabeza insoportable amiga, a la cual el segundo resolvió alcanzar de inmediato vendiéndole a su acaudalado progenitor la urgencia de cambiar a la gran universidad pública del país, culpable de la golfería del muchacho, por la licenciatura en una universidad de la ciudad aquella.
Jun me recibió por todo lo alto y con tiempo sólo para dejar las maletas en el departamento, fuimos al bar-cafetería de su cuadra. Estaba puesto con modestia y servía de cálido refugio, también para el hermano menor de uno de los más aplaudidos requintos de la época, a quien se aseguraba, y pienso que tenían razón, habría superado de no ser por un grave accidente. Amenizaba el lugar a cambio de unos dólares que sus amigos y patrones debían sacar de la bolsa y no de la caja registradora, tan pobre como puede esperarse del par de cervezas por persona de los cuales podía desprenderse una veintena de universitarios. 
Juncio y yo llegamos en el momento en que aquel gran tipo con sus manos esclerotizadas daba batalla a a las cuerdas, produciendo singulares obras de arte que falseaban cada poco para recuperarse enseguida. El que no desmerecía nunca era su rostro, trabajado por el dolor y así mejor en las fallas.
Eso es, sin embargo, auténtica harina de otro costal en una historia como la presente, y más viene a cuento recordar la mirada de mi amigo conforme abrió la puerta al llegar. Había dos novedades femeninas entre el auditorio y la más alta con entera justicia atrajo la atención de Jun. A su lado se sentaba la que bien pudo servir de modelo a la púber de un magnífico álbum. 
Iríamos los cuatro al duplex de ellas, a meterse la mejor droga suave jamás inventada y pasar una noche entre sábanas, alfombras o lo que estuviera a disposición.
-¡Dios!, -díjeme yo- el primer mundo en verdad lo es.
Como esto se alarga alejándose de febrero de 1971, que era el propósito, saltaré pasajes no menos sustanciosos hasta el acuerdo con mi amigo para 
ir "en busca de la revolución".
Si bien y desde luego él no cumpliría, aquello fue el pretexto para que yo rompiera de una buena vez con mis desafortunados últimos años y con mucho más, en una segunda historia cuyo comienzo da para carcajearse de lo lindo a mi costa.
El viaje a Manhattan, quitadas las liviandades referidas y sumando grandes anécdotas en barrios fieros, fue un inmejorable golpe que al regresar me permitió ver a la Zona Rosa y a mis devaneos tal eran: fallidos, torpísimos intentos de nada. Así que pasadas dos semanas tomé el tren.
Durante el primer tramo del trayecto, mirando al paso por la ventana los nuevos fraccionamientos de Celaya, lloré. Se parecían a los de mis años de niño en la ciudad que entonces se hacía monstruo. Muchos cientos de kilómetros y un parada intermedia adelante, el dinero se terminó y fui a dar a un hotel de mala muerte. Me lavaba los dientes frente al espejo descascarado y volví a llorar.
El viaje habría seguido ese tono de no encontrar a Martín en el trasbordador. Se acercó a la barandilla desde donde a lo melancólico yo seguía el bamboleo del Mar de Cortés, y me sacó conversación. Había sido soldador, creo, en el propio DF e intentando cruzar a los EU lo devolvieron dos veces. Ahora se acercaba a mí con el aprendizaje en la picaresca que la aventura le dejó, pretendiendo sacarme algo. Pero como yo estaba más vacío que él, decidió hacerme su Sancho Panza. Dijo:
-¿Tienes hambre?
Contesté con la verdad y me hizo seguirlo hasta la cocina del barco, pues afirmaba que sin falta los cocineros eran solidarios. No se equivocó. Apurábamos una torta cuando el lugar se paralizó. El capitán nos contemplaba desde una de las entradas. Y el regaño se produjo pero no por darnos de comer, sino por la pobreza de lo entregado. Todos, incluido Martín, intercambiaron una mirada de entendimiento que no descifré, cuando el comandante pidió sirvieran lo mejor a bordo en su camarote.
Allí cenamos tan opíparamente como las circunstancias permitían, aderezado todo con mi ingenuidad. El capitán rondaba los cincuenta y sus ojos relataban una tristeza vieja y profunda. Bajito, flojo de carnes y con una incompresible palidez si atendemos a su oficio, se enfocó en mi persona, sincerando poco a poco los motivos de su desolación. Al menos los que no había riesgo en contar y que yo, inútil, provinciano pero noble al fin y al cabo, quise comprender: la soledad y la monotonía del marino, de la cuales había escuchado en Conrad y London.
El hombre dirigía un barco, por pequeño que éste fuera, y costaba trabajo reconocer su fragilidad que, a la manera de esa noche frente a nosotros, podía exponerlo a las ruindades de los otros. Martín devoraba a mi lado continuando las miraditas que iniciaron en la cocina y que a mí no me pasaban de noche pero casi, pues no sacaba de ellas nada en claro, como mal entendía también el juego cruzado que hacían con el olímpico desprecio del patrón, aquí sí muy en su despótico papel, hacia mi compañero.
Estábamos lejos de terminar la segunda botella de vino cuando a una especie de orden el migrante fallido procedió a despedirse. Intenté imitarlo, me contuvo, volteé confundido hacia el patrón, quien se apenó y agacho la mirada.
Al marcharnos no di de palos a Martín porque habría yo salido varias veces revolcado, pero estallé:
-¡Ya ni chingas, cabrón! ¡Vendiéndome por un pinche pollo y unas papás! 
- 0 -
Contada así la historia es justa y está medio muerta sin embargo, al no recoger lo que transcurría por dentro. Traigo a cambio el demencial momento en que recién llegado entré a casa de mis padres. Todo me resultaba pequeño, ruin, desolado, digno del olvido que la mínima justicia impedía, pues si algo había era un alboroto de cuerpos abiertos de par en par por terribles infortunios personales y sociales. Y con él, la riqueza humana que había sido incapaz de asimilar y estaba sin embargo en mis huesos.
Contaminado por la frivolidad del viajero moderno, olvidaba que no hay modo de aprender los kilómetros a miles pues, sabios, los sentidos y la mente son perezosos, y enceguecía  también acercándome a una cultura cuya base está en negar, propia del éxito.
En tales condiciones qué trabajo me costaba emular a Lumbardo el de la rifa del auto, organizando una más modesta aunque suficiente para poner pies en polvorosa de mi vida anterior -creía yo, y por ventura eso era imposible-.
Desde el más elegante de ellos, frecuentado por empresarios y políticos, una recién ex Miss Ciudad de México me sonreía. Fui a su mesa, preguntó si quería cenar, a lo soberbio respondí:
-Desde luego pero no será con el dinero que no tengo- y dijo:
-Espera- volteando hacia el vecino enfundado en un magnífico casimir inglés y zapatos con precio de cuatro cifras, a quien llevaba rato encandilando con la mirada. El tipo cambio de mesa, pedí todo lo más caro mientras ella le entornaba la pestaña y me acariciaba la pierna, y una vez satisfechos nosotros dos:
-Toma tu palmo de narices, mi ejecutivo rey.
Ese coctel yo fue el que subió al tren y gimoteó estación tras estación. Atrás dejaba o creía dejar mi historia, y gracias al cielo en el trayecto empezaba a volver como debía.


Maldito

Por buenos motivos obsesionado con su historia trunca, durante mucho tiempo papá tuvo fama de darle la espalda a la fortuna, y se negaba a cobrar favores a un grupo de empresarios. Ellos, bastos hasta extremos inconcebibles, en agradecimiento le hacían los más absurdos obsequios: una caja fuerte, una mesa reglamentaría de poker…
Cierta vez un espejo que se me volvió adicción. Torpe en cualquier materia hogareña, mamá lo colocó a la primera luz a mano y no a la del norte, ducha en ocultar imperfecciones, según sabían las familias de bien. 
Aun así era tan bueno y, por tanto, generoso, que ni heridas y ásperos regaños por rasurarme en la pequeña biblioteca-sala de costura ayudado con el agua de un pocillo, me expusieron en adelante a la vulgaridad de sus congéneres, y nunca salí más a la calle sin un buen baño en aquel reconfortante brillo.
De ese modo inicié la profesionalización en el tema, seguro de que si el día flaqueaba no importa dónde, con entrar a una cafetería, una tienda, un hotel, elegantes, las cosas volverían a su falso, tranquilo lugar. En la profesionalización vino la tortura, porque la formula se invertía directa, proporcionalmente, con esos espejos andantes que son mis iguales: cuanto más prósperos ellos, peor mi reflejo.
Tortura, digo, no por el rechazo en sí mismo, del cual me congratulo, sino por la mortal trampa en que caí: visto con desprecio por la gente fina, fuera de casa la droga se volvió innacesible. En concecuencia la calle devino en vía crucis. 
Estoy tentado a tocar a la casa en que ahora vive un sobrino, para desatendiendo las consecuencias terminar a hachazos con el culpable de mi triste destino.

Cosecha especial y Sequía y fiesta

El producto vuela siempre que uso la etiqueta Hombre Bueno. No importa si lleva años en exposición, si de él comieron los ratones, enmoheció, perdió el aroma, se agrió. Sobra dónde lo coloque, en la vitrina o el último estante. Viene incluso mejor que esté en un rincón, asomando apenas, y el cliente crea que lo topa al azar, o más aún, que lo descubre, pieza única, enjoyada sólo a sus ojos.
De modo de no gastar el truco, suelo hacerlo una de cada tres Navidades. Lleno la caja y huelgo el resto del año. De nada más que uno, claro. Los otros dos, ni modo, paso hambres.
-0-
Esta vez me di a los derroches y a principios de agosto ya empieza la sequía. Para aguantar de aquí a diciembre del año que viene junto periódico, hago colección de colillas, busco un zagúan a propósito y practico la más rentable forma de estirar la mano.
-No, Señora Conmiseración, deje de pasearse por aquí. ¿No ve que disfruto también dormir a cielo abierto y tener pretexto pa platicar con los que sueltan la moneda y con los que se la guardan, da lo mismo? Y total, sigo holgando, ¿no?
De pilón los nietos se divierten como locos en las pijamadas con la Jornada y El Universal de manta, descubriendo los secretos de la noche gorda.
En la última temporada como ésta fue que el Emi se enamoró pa siempre de la luna y el Sebas aprendió a tocar la armónica.
Qué hueva si siempre pudiera ir al súper, dormir en cama, rasurmarme y peluquearme, enverdecer por falta de aire y sol.


La ilusión viaja en tranvía


Este es él último de los cuadernos para los nietos. Lleva las viñetas y diarios personales que no tienen lugar en otro lado.
El título viene de una película subestimada, creo, a la que con la buena frase le tomo prestado su romanticismo más simple.


Quisiera recrear aquí mi casa. La de tabique y cemento con su sola ventana al fondo de la privada, y la de quien apenas pudo andar corrió de papá y mamá a la azotea de la cual no saldría nunca, y miraba y en sueños iba a la calle a hacer la vida.

De una punta de inútiles 
No sé si había razones en descargo, lo seguro es que en 1970 yo era un completo inútil. En el remedo de barrio bohemio donde llevaba años en un medio conflictuado y muy categórico vagabundeo, dentro del célebre restaurante de siempre, apenas sentarse y en presencia mía Lubardo diijo eufórico a Fendes:
-¡Ya lo tengo!
Lo que tenía era la forma en la cual Fendes podría cumplir el sueño, aceptando la invitación de viajar a la más cosmopolita ciudad del mundo, hecha por una futura heredera menor de un gran consorcio. Según se había platicado el paseo terminaría en legal matrimonio. 
El asunto empezaría con la compra de un artefacto que Lumb promocionaba a través de un concurso, cuyo premio era un auto. El segundo movimiento consistía en sacar durante la rifa, literalmente de la manga, el número adecuado del registro de compra. El acuerdo no precisaba los pretextos para que yo tomara un tercio de lo que tocara al rematar el vehículo y, claro, guardé el más obsequioso silencio. 
Comenzaba el otoño, Fendes llamó por teléfono a su joven rica dama, le respondieron que aguardara un poco y yo, que me había contagiado con la idea del viaje, me ofrecí a servirle de adelanto. Quien me recibiría, Juncio, fue con quien aquél conoció a la susodicha y a su enana, antojabilísima y de pies a cabeza insoportable amiga, a la cual el segundo resolvió alcanzar de inmediato vendiéndole a su acaudalado progenitor la urgencia de cambiar a la gran universidad pública del país, culpable de la golfería del muchacho, por la licenciatura en una universidad de la ciudad aquella.
Jun me recibió por todo lo alto y con tiempo sólo para dejar las maletas en el departamento, fuimos al bar-cafetería de su cuadra. Estaba puesto con modestia y servía de cálido refugio, también para el hermano menor de uno de los más aplaudidos requintos de la época, a quien se aseguraba, y pienso que tenían razón, habría superado de no ser por un grave accidente. Amenizaba el lugar a cambio de unos dólares que sus amigos y patrones debían sacar de la bolsa y no de la caja registradora, tan pobre como puede esperarse del par de cervezas por persona de los cuales podía desprenderse una veintena de universitarios. 
Juncio y yo llegamos en el momento en que aquel gran tipo con sus manos esclerotizadas daba batalla a a las cuerdas, produciendo singulares obras de arte que falseaban cada poco para recuperarse enseguida. El que no desmerecía nunca era su rostro, trabajado por el dolor y así mejor en las fallas.
Eso es, sin embargo, auténtica harina de otro costal en una historia como la presente, y más viene a cuento recordar la mirada de mi amigo conforme abrió la puerta al llegar. Había dos novedades femeninas entre el auditorio y la más alta con entera justicia atrajo la atención de Jun. A su lado se sentaba la que bien pudo servir de modelo a la púber de un magnífico álbum. 
Iríamos los cuatro al duplex de ellas, a meterse la mejor droga suave jamás inventada y pasar una noche entre sábanas, alfombras o lo que estuviera a disposición.
-¡Dios!, -díjeme yo- el primer mundo en verdad lo es.
Como esto se alarga alejándose de febrero de 1971, que era el propósito, saltaré pasajes no menos sustanciosos hasta el acuerdo con mi amigo para ir "en busca de la revolución".
Si bien y desde luego él no cumpliría, aquello fue el pretexto para que yo rompiera de una buena vez con mis desafortunados últimos años y con mucho más, en una segunda historia cuyo comienzo da para carcajearse de lo lindo a mi costa.
El viaje a Manhattan, quitadas las liviandades referidas y sumando grandes anécdotas en barrios fieros, fue un inmejorable golpe que al regresar me permitió ver a la Zona Rosa y a mis devaneos tal eran: fallidos, torpísimos intentos de nada. Así que pasadas dos semanas tomé el tren.
Durante el primer tramo del trayecto, mirando al paso por la ventana los nuevos fraccionamientos de Celaya, lloré. Se parecían a los de mis años de niño en la ciudad que entonces se hacía monstruo. Muchos cientos de kilómetros y un parada intermedia adelante, el dinero se terminó y fui a dar a un hotel de mala muerte. Me lavaba los dientes frente al espejo descascarado y volví a llorar.
El viaje habría seguido ese tono de no encontrar a Martín en el trasbordador. Se acercó a la barandilla desde donde a lo melancólico yo seguía el bamboleo del Mar de Cortés, y me sacó conversación. Había sido soldador, creo, en el propio DF e intentando cruzar a los EU lo devolvieron dos veces. Ahora se acercaba a mí con el aprendizaje en la picaresca que la aventura le dejó, pretendiendo sacarme algo. Pero como yo estaba más vacío que él, decidió hacerme su Sancho Panza. Dijo:
-¿Tienes hambre?
Contesté con la verdad y me hizo seguirlo hasta la cocina del barco, pues afirmaba que sin falta los cocineros eran solidarios. No se equivocó. Apurábamos una torta cuando el lugar se paralizó. El capitán nos contemplaba desde una de las entradas. Y el regaño se produjo pero no por darnos de comer, sino por la pobreza de lo entregado. Todos, incluido Martín, intercambiaron una mirada de entendimiento que no descifré, cuando el comandante pidió sirvieran lo mejor a bordo en su camarote.
Allí cenamos tan opíparamente como las circunstancias permitían, aderezado todo con mi ingenuidad. El capitán rondaba los cincuenta y sus ojos relataban una tristeza vieja y profunda. Bajito, flojo de carnes y con una incompresible palidez si atendemos a su oficio, se enfocó en mi persona, sincerando poco a poco los motivos de su desolación. Al menos los que no había riesgo en contar y que yo, inútil, provinciano pero noble al fin y al cabo, quise comprender: la soledad y la monotonía del marino, de la cuales había escuchado en Conrad y London.
El hombre dirigía un barco, por pequeño que éste fuera, y costaba trabajo reconocer su fragilidad que, a la manera de esa noche frente a nosotros, podía exponerlo a las ruindades de los otros. Martín devoraba a mi lado continuando las miraditas que iniciaron en la cocina y que a mí no me pasaban de noche pero casi, pues no sacaba de ellas nada en claro, como mal entendía también el juego cruzado que hacían con el olímpico desprecio del patrón, aquí sí muy en su despótico papel, hacia mi compañero.
Estábamos lejos de terminar la segunda botella de vino cuando a una especie de orden el migrante fallido procedió a despedirse. Intenté imitarlo, me contuvo, volteé confundido hacia el patrón, quien se apenó y agacho la mirada.
Al marcharnos no di de palos a Martín porque habría yo salido varias veces revolcado, pero estallé:
-¡Ya ni chingas, cabrón! ¡Vendiéndome por un pinche pollo y unas papás! 
- 0 -
Contada así la historia es justa y está medio muerta sin embargo, al no recoger lo que transcurría por mi cabeza y mis sentidos. Traigo a cambio el recuerdo del momento al borde de la locura, de entrar en casa de mis padres recién llegado. 
Todo en ella me parecía asombrosamente pequeño, ruin, desolado, digno del olvido que la mínima justicia impedía, pues si algo había allí era un alboroto de cuerpos abiertos de par en par por terribles infortunios personales y sociales. Y con él, la riqueza humana que había sido incapaz de asimilar y estaba sin embargo en mis huesos.
Contaminado por la frivolidad del viajero moderno, de ojos bien cerrados a la evidencia de que no hay modo de aprender los kilómetros a miles pues, sabios, los sentidos y la mente son perezosos, había enceguecido también a conveniencia, acercándome a la cultura que se sustenta en la negación del pasado y de los mundos interiores, propias de los hombres y las mujeres con éxito y regla de oro del sueño americano. 
En tales condiciones qué trabajo me costaba emular a Lumbardo el de la rifa del auto, organizando una más modesta aunque suficiente para poner pies en polvorosa de mi vida anterior -creía yo, y por ventura eso era imposible-. En el par de semanas que me tomó quitarle un billete a cuanto remedo de compadre de Tolouse Lautrec encontraba, quemé la media docena de supuestas calles bohemias.
La altivez hasta guapo me puso -y no son menores las conclusiones que de ello pueden sacarse- y un abrigo artesanal de Afganistan por rebozo de La Panchita -genial personaje de canción mexicana por el cual y al decir de la letra suspiraban todos los rancheros-, coroné la faena donde se precisaba: en la plaza al aire libre punto de reunión de media docena de restaurantes y cafeterías.
Desde el más elegante de ellos, frecuentado por empresarios y políticos, una recién ex Miss Ciudad de México me sonreía. Fui a su mesa, preguntó si quería cenar, a lo soberbio respondí:
-Desde luego pero no será con el dinero que no tengo- y dijo:
-Espera- volteando hacia el vecino enfundado en un magnífico casimir inglés y zapatos con precio de cuatro cifras, a quien llevaba rato encandilando con la mirada. El tipo cambio de mesa, pedí todo lo más caro mientras ella le entornaba la pestaña y me acariciaba la pierna, y una vez satisfechos nosotros dos:
-Toma tu palmo de narices, mi ejecutivo rey.
Ese coctel yo fue el que subió al tren y gimoteó estación tras estación. Atrás dejaba o creía dejar mi historia, y gracias al cielo en el trayecto empezaba a volver como debía.

Lo que me faltaba
Qué difícil estar aquí, siempre lo supe, le digo a la que siempre me acompaña.
Debieron correrme de todos lados. Me habría cansado pronto de tocar puertas para pedir un taco.
A final de cuentas eso soy: un rascamapache, como dice Leopoldo que por sus rumbos llaman a los teporochos. Uno de lujo, a quien en lugar de aventarle una moneda para su vicio le pasan un cheque mensual, y en vez de patadas recibe amorosos golpes en la espalda. Hasta sus gracias lo animan a hacer y le aplauden luego.
Ay, amiga. ¿Te encariñaste conmigo a fuerza de ir a mi lado? Sonríes. Vamos sincerándonos: ¿no es que te gustó esto? Ahora pareces una niña, una muy pilla. Anda, acompáñame a comprar cigarros. Te cae simpático el gorrión colorado ese, ¿verdad?
Lo que me faltaba: sacar a pasear a mi muerte y cuidar que no la atropellen en el cruce.
Cómo reverdecen las jacarandas, tienes razón. Sí, la simpática chamaquita de carrillos de globo, el pobre sauce que no termina de entender que su plácida calle se convirtiera en eje vial, el cristal del otoño recodando los buenos tiempos, el delirio de vida de la esquina, la conmovedora, dulce, gastada pareja sesentona de la tienda, el avión.
Hace días murió una amiga. Fue tras largos, ejemplares años de estar a punto y revolverse a punta de contagiosos bailes, besos, carcajadas. Hace un par, otro sabe que no queda mucho y, de antiguo enloquecedoramente prolífico, se da lleno a la insanidad y no para de repartir reuniones, charlas y páginas.
Es cierto, siempre hay algo que hacer, siempre algo porqué retrasar la marcha. Uno de cada dos días cumplo el rito para salir a la calle ocultando la presencia de mi amiga. Algunas lo consigo. Las demás hasta el rey del optimismo se entera. Hoy me da igual si la cuadra entera sale para mirar.
La conocí en la panza de mamá, por mucho que ésta se esforzara. Cantaba la mujer creyendo acunarme entre castaños, sin darse cuenta cuánto mejor se filtraba el aleteo en la melancolía interminable de su voz.
-Qué terriblemente seca eras, compañera, helabas la sangre. Cuántas infernales tardes y noches me diste. Tantas, que terminaste por encontrarle el sabor a la acera contraria. Ahora va a costar un trabajo enorme convencerte de cumplir la tarea. ¿O se volvió mía?
Menudo espectáculo: el tipo que sirve de sombra a su ama y llegado el momento tendrá que llevársela con él a empujones. Imagino el ridículo show final: ella tirando patadas, escupiéndome, un improperio tras otro, y yo jalándola.

Aparta de mí ese cáliz. 1
No tolero la serie española que rompe ratings presumiendo recordar los tiempos en torno a la transición democrática.
Justo entonces hice mis primeras visitas a ese país. Venía del México de los pasmosos contrastes sociales y un régimen de casi cinco décadas que no se andaba con miramientos para machacar opositores. Aún así quedé perplejo.
La segunda estancia se prolongó once meses, entre 1976 y 1977. Rumbo a Asturias, con mi mujer y mi hijo hice escala en Madrid, en el piso de una familia a quien nos etiquetaron. Se trataba de una entrada por la puerta grande a lo que había oteado dos años atrás -el susurro de lo pequeño es de una elocuencia no menor que los clamores de lo grande.
El lugar estaba presidido por una pareja que convocaba a los cómics de humor y resultaba sin embargo muy para los ácidos del nunca suficientemente reverenciado Carlos Gímenez.
No creo en la existencia de gente tonta, pero como toda regla tiene su excepción, con la patrona de la casa fui a encontrarla. Debía medir 1:70, pesaba muy por encima de los cien kilos y el rostro parecía tomado de una roca, sin trabajo posterior alguno. Él apenas rebasaba el 1:60, sus hombros eran los más escuálidos y estrechos vistos en mi vida, al tórax lo coronaba un majestuoso vientre, y en la calle debía representar el papel de un hispano Gutierritos –personaje de la primera telenovela mexicana de gran éxito, a quien todos daban de coscorrones y colgaban chistosos papeles en la espalda-. Pero al llegar a casa era tan Dios como el que más.
El reinado familiar de la pareja tenía su más palpable expresión en el desprecio a la hija mayor, por un buen motivo: era inteligente. Tanto había sido el maltrato, que esta cálida mujer cercana a los treinta estaba a punto de ser fea –noción que, de vuelta, no suele entrar en mi cabeza-, de espalda encorvada, los granos cebándose en el rostro, unos espejuelos de grueso armazón que usaba para terminar de ocultarse al mundo, pues no los necesitaba.
Vivimos momentos sublimes en aquel hogar -y tanto, con sus criaturas bullendo en el caldero-. Como el par de veces en una semana en que, en saludo a la modernidad recién instaurada en el baño, la ama dio de voces pidiendo la asistieran en la tina, donde sólo Dios sabe cómo entró pero nunca cómo saldría.
O como la sobremesa en que desde el pontificado de la silla principal, el Señor repitió para nosotros la encíclica promulgada para los hijos quién sabe cuánto antes: estaba científicamente comprobada la superioridad de la raza blanca y los negros eran micos (habría repetido aquello, en voz baja desde luego, aún en las calles de Nueva York, donde por entonces la gente se abría al paso de la belleza y la altanería de los Panteras Negras. Y con la raza negra iban todas las no pálidas, incluyendo la de la cuñada de él, una mexicana con quien, a su entender, había tenido el imperdonable mal tino de casarse su hermano menor). Cuando este portento de ser humano que nos hospedaba soltó la dicha sentencia, ante nuestros reclamos a punto de tundirlo allí mismo, revisando a los hijos por si su autoridad estaba siendo mellada, zanjó la cuestión sacando la Biblia en forma de libro de biología para no sé qué año, de las escuelas públicas, donde el tema se desarrollaba a fondo, con muy muchas, irrebatibles citas de reconocidísimos sabios.

Maldito 
Por buenos motivos obsesionado con su historia trunca, durante mucho tiempo papá tuvo fama de darle la espalda a la fortuna, y se negaba a cobrar favores a un grupo de empresarios. Ellos, bastos hasta extremos inconcebibles, en agradecimiento le hacían los más absurdos obsequios: una caja fuerte, una mesa reglamentaría de poker…
Un día fue un espejo, que una vez probado se me volvió adicción. Torpe en cualquier materia hogareña, mamá lo colocó a la primera luz a la mano y no a la del norte, ducha en ocultar imperfecciones, según sabían las familias de bien, fieles a si mismas. 
Aun así era tan bueno y, por tanto, generoso, que ni las heridas y los ásperos regaños por rasurarme en la pequeña biblioteca-sala de costura ayudado con el agua de un pocillo, me expusieron en adelante a la vulgaridad de sus congéneres, y nunca salí más a la calle sin un buen baño en aquél reconfortante brillo.
De ese modo inicié la profesionalización en el tema, seguro de que si el día flaqueaba no importa dónde, con entrar a una cafetería, una tienda, un hotel, elegantes, las cosas volverían a su falso, tranquilo lugar. En la profesionalización vino la tortura, porque la formula se invertía directa, proporcionalmente, con esos espejos andantes que son mis iguales: cuanto más prósperos ellos, peor mi reflejo.
Tortura, digo, no por el rechazo en sí mismo, del cual me congratulo, sino por la mortal trampa en que caí: visto con desprecio por la gente fina, fuera de casa la droga se volvió innacesible. En concecuencia la calle devino en vía crucis. 
Estoy tentado a tocar a la casa en que ahora vive un sobrino, para desatendiendo las consecuencias terminar a hachazos con el culpable de mi triste destino.

Retahila
Una noche en el antro de mis preferencias escribo: Una larga lista de boxeadores murmuran al oído: el secreto está en rendirse a tiempo, no importa si tu record es de puras pérdidas.
Cada diez minutos después: Esto de vivir es función pa adultos. Quién sabe quién me dejó entrar. Ahora no encuentro la salida y seguro la casa de papá y mamá ya no está.
Sigo preguntándome quién ocupó la vida que no usé. Espero haya sido con un mínimo decoro.

Cola loca 
Estimaba tanto mis lentes. Hace un año al parir una idea me senté en ellos y una patita salió volando. Poco después sacaron la peor parte en una batalla campal con los nietos y los cristales se despostillaron. La Niña quiso comprarme nuevos y me negué, pues no tenían par en amabilidad.
No es casual que hoy pisara su pata sana y como no los concibieron para servir a lo monóculo, imposible sujetarlos ya. Mañana compraré un pegamento rogando sirva en bien de la catarata del ojo izquierdo. Sino, en breve los cirujanos del  Hospital General tendrán que darse quién sabe cómo tiempo.
La anécdota me pinta de cuerpo entero y la cuento en un descuido del abuelo, quien marchó al diario paseo de costumbre. No puedo seguir endilgándole la cantaleta de cada tres semanas. 
Con el Whitman ni el saludo intercambio y el canto de hoy a mí mismo no lo acompañan tambores ni trompetas. Así que al ir al río no lo hago con propósito de admirarme. Sobra con el amor y el respeto, y el gusto por el vaho de mi aliento no es ontológico, sale del llano aroma que trasiega el estómago. 
En nuestro país venden un líquido de nombre Cola Loca. No pega de locura, como asegura la leyenda, así que no adivino el resultado de mañana,  cuando con la patita de los lentes intente poner lo demás en su lugar. En todo caso con catarata y Hospital General, sé bien, puede vivirse con harta decencia y buen humor.
-0-
A veces quererse cuesta trabajo. Al día siguiente la Cola Loca no da resultado y de noche como la muñeca del Cricrí ando por los rincones gimoteando, no importa cuán buena fue la mañana y cuánto me quiere la otra parte de esta pareja a lo microbio. 




SIGUE