miércoles, 8 de enero de 2020

T y la real alfombra mágica

Reciclo aquí una viñeta.

El paraíso es cosa muy rara. Emborracha cuando uno asoma afuera. 
-¿Por qué somos tus amigos? -preguntaron y me quedé callado.
-No sé -respondo hoy haciéndome un poco tonto. 
Vivía entre la nostalgia contemplando el horizonte que traían los autobuses ida y vuelta desde mis entonces pequeñas ciudades, y lo que ilustro a continuación.
Quizás pretendía una redición de la fortuna de mis quince años escapando del miedo, para llevarla a buen término y reparar el fracaso de entonces. La búsqueda de la princesa resultaba, pues, imprescindible. Como en el tiempo de creer que el cosmos se columpiaba en mi hamaca, en una casa sobre la falda de la montaña, la eterna primavera alrededor, y abajo, tras el hermoso jardín, una ciudad más o menos pequeña.
Las circunstancias me permitían ser un padre menos difícil, casi bueno, y con un cheque modesto pero en sólida moneda extranjera y religiosamente a fin de mes, cuánto de fantástico estímulo recogía entre semana iba el viernes por la tarde a explayarse a la gran capital.
El hacedor de milagros me creía y decidí seguir los pasos de V, quien un buen día dijo Total, y aunque muriera en el trayecto se entregó perdidamente a una de esas criaturas cinceladas en el alma por las películas y los boleros de la vieja época. La esquiva, pues, siempre como de noche, con un cigarro en la mano recargada en el piano que cantaba sólo para el lujo de ella, de su par de satánicos ojos prometiendo estrellas y sangre, pongamos a lo dramático.
Mis gracias no daban mayor resultado por sí solas, de modo que el empeño fue inútil hasta que un par de amigos crearon una aureola en torno mío y me condujeron a un lugar frecuentado por mujeres hermosas, despiertas, eufóricas a su vez. Una mañana escuché una voz y levantando la cabeza encontré frente a mí a quien parecía cumplir a perfección los requisitos de mortal dama o su remedo.
Tenía bastantes años menos que yo y se me dio el equivocado informe de que estaba separándose de su pareja. De saberla, la verdad me habría detenido, pero llegó tarde y contribuyó a colocarme exactamente donde quería.
La joven era o parecía, pues de ella no conocí nada en verdad, una explosiva mezcla de altanería y piedad y había una universal procura de sus favores o sus sonrisas. Al mes de coqueteos que sin duda consideraba naturales y así para mí infructuosos, renuncié a la posibilidad con un aire de tristeza que la conmovió.
Esa noche fuimos a donde habría de consumarse el entendimiento, para terminar en los escalones a la calle con la ternura de mi hombro ganando el derecho a abrir las puertas de ella por algo más que un rato.

La joven no tenía modo ni ganas de evitar ni el amor por su compañero ni la soberbia infinita, y tuve que emplearme en regla, no importa cuán a solas plañidero y extraviado me volviera. De modo que aquello se convirtió en una ruda pelea, ejemplificada en el regreso de un paseo a las afueras. En su auto toda ella gritaba alternativamente y sin parar Quédate para siempre y Casi no contengo el vómito, ¡baja!
Años después me vendría un placentero sueño. Era la extensión de la vez en que rumbo al cine, al volante y contra su bravucón estilo, sin motivo pidió escogiera la ruta y como una niña a la deriva remató con lo que los días siguientes confirmarían:
-Vamos por dónde tú quieras.
No había más afán deportivo ni personajes de película hablándome al oído. Había un hombre agradecido prometiéndose cuidar de aquélla generosidad, así la disfrutara por los diez minutos tras los cuales la joven volvería a su justo sitio.
Se acercaba la navidad, me adelantó que preparaba para mí un regalo y durante una semana estuve a punto de perder la razón. Grababa una cinta de música para ella y cuanto escogía acababa pareciéndome pobre, cursi o anticuado. Entré en pánico y decidí no darle nada y olvidar para siempre el asunto.
En días quise echar marcha atrás. Demasiado tarde, dijo, y no supe si yo seguía siendo el de la noche del cumplimiento o el del reto originario:
-Te resistes, reina. Mejor. Soy la viva imagen del músico ese que me gusta a rabiar y hoy mismo girarás a mi alrededor como mariposa.
Al poco y viéndome convertido en piltrafa me dio una tarde que no fue la reparación del antiguo fracaso, pero al reivindicar la magnanimidad de ella y mis empeños, despejó el camino a años de cumplir mis fantasías con la princesa, procurándome romances en los que asumía el papel demandado por ésta.

Esa mujer y quienes estaban a su alrededor eran los que preguntaban por mi amistad. 
-Trataron con un borracho -les digo ahora. -Si bien nada se me había perdido entre ustedes, recibiéndome con amabilidad como advenedizo, ahí estaba, cada puntual fin de semana. 
La vida está en otra parte, escribió alguien, ¿recuerdan?, y tan pronto pude desaparecer ni el polvo de mí vieron.
Lo siguiente, otra vez rebautizada Lola Lola, fue un desatino. ¿Le pediré diculpas por ello? No hace falta, ¿verdad? Basta esa noche en El resplandor. Respecto a que entré a su cuarto al amanecer pretendiendo ultrajarla tras diez horas durante las cuales pude intentarlo y mejor ideaba cómo darle mortal fin... jeje. Perdónme el ex-ahbruto! -expresión de marca patentada-. Hasta este yo borracho tiene mínima dignidad. Con vuecencia son precisas las aclaraciones, ni modo. Como aquella cuando en un periódico preguntó por mi tristeza para contestarse que se debía a usted y hube de decirle: De mujer no desfalleceré, esté segura, así fuera M, con quien recién sostuve la más tormentosa relación.
En cuanto a quien nombraré A, no encuentro qué decirle. Fue muy cálido cuando nos rencontramos con nuestras respectivas crías o mis nietos, y un patán en el momento menos propicio para usted pues pude correrlo como antes se hacía a los perros: a patadas. 
Se hacía pasar por revolucionario y sus amigos le llaman Marqués por los aires que se da viniendo de donde cualquiera. 
Vestía gazné e impoluta chamarra encuerada -vale la palabra- al exhibirse ya viejo en una de esas marchas públicas a propósito para redondear su falso papel. No se había enterado que el país vivía otros tiempos y ahora sí la cosa iba en serio. Al frente desfilaban los pobres entre pobres, seguidos por quienes retaban cuanto se les pusiera enfrente.
-Qué mal te ves -dijo mirando con desprecio al yo que rodaba uno tras otro campamentos, asambleas clandestinas, bloqueos.
Ni caso hice y bien pude echarlo de allí. 
Por cierto, también cabía hacerlo con T al toparnos donde ella iba de funcionaria y este su antiguo amante coorganizadaba el espléndido acto vecinal al cual fue invitada para soltar dinero del Estado.
Todavía hay clases, dicen, y ustedes siguen perteneciendo a la inútil que, ganen tirios o troyanos, desaparecerá.
Mi real alfombra mágica en los tiempos compartidos aquéllos, no era la mortal dama, sino dos pequeños, el paraíso que representaban y la nostalgia después desaparecida, pues llegué a puerto. Bueno, falta el Don, quien ahí les deja su canción, Mrs. y Mistress Jones.