Cada
historia tiene muchos lados y tantos ojos para contarla como personajes
involucrados. En ésta la segunda versión me importa un pito y es de quien hace
años secuestra mis teléfonos hasta inutilizarlos. Una de cada cien llamadas
indistintamente es para acusarme de destruir la vida de una mujer o declararme
su amor, y en el resto hay un ni pío mil veces más gritón. Unas y otras sin
variar conducen al vomito, que las mentiras propias se atascan en el gañote
pero pasan, y las demás, claro, no. Menudo castigador, dicen quienes se enteran
del asunto, con obvia ironía pues no doy para castigar ni a la gallina del
Cuatro todavía meses después de que hicieron caldo al quiquiriqui que le
cumplía. Es sólo que la secuestradora nació para la tortura propia y ajena y no
bastándole la autosatisfacción, sin nadie más a mano me ocupa.
Ayer
puse en los diarios un clasificado solicitando bomba atómica de deshecho o
tanque de segunda. De la Europa del Este llovieron ofertas con las que incluso
mi magro bolsillo puede. Imaginé la escena con sus efectos colaterales y me
decidí por la tradición nacional: el picahielo. A fin de dejar mi huella
justiciera y para reproducirlos, conté los orificios del auricular y por la
noche toqué en la puerta de la señora.
Tuve
problemas para encontrar espacio entre el cilicio, soporté luego el placer de
ella con cada entrada del filo y al marcharme supe que finalmente me había
ganado: mis tripas eran un nudo enfermo y con un aire de descanso su alma
tomaba rumbo al destino mucho tiempo atrás deseado.
Yacía
en cama recuperándome de la escena cuando escuché el Ring con el
inconfundible tono de la dama. Era para contarme el terrible aburrimiento de su
nuevo hogar, mala copia del interno del cual huía.