martes, 6 de diciembre de 2016

Las mil cosas con A (2)

A se marcha como vino,
intempestivamente. De este
recuerdo quedará lo que
mejor sirva para sugerirla.

En las pilas de cuadernos de papel no hay más que referencias a Ana. Para ella o sobre ella hice notas y cartas que envié o rompí al dirigírselas como alfombra mágica. Quedan exclusivamente las que A guardaba en el cesto conservado por Luisa, quien no sé qué hizo con él. 
-Son tuyas -venía diciendo en los últimos años. 
-No hay prisa -le contestaba con la pretensión de evitar que pensáramos en su muerte.
-0-
Con una cursilería por delante.
Hace unas horas entendí cuándo A le dio forma final a su extraño romanticismo.  
Durante el primer año hay tres momentos. 
En uno, de cuclillas pidió mi mano.
-¿Has escuchado de las que la leen? Yo voy a escribirla.
En otro jugamos a la conversación silenciosa acostumbrada. Tomó mi cara para verme a los ojos por cinco minutos. La tercera fue al despedirnos antes de que estudiara un año en el extranjero.
-Nos escribiremos todos los días, todos. Regresaré y nada, absolutamente nada me separará de ti. 
¿Por qué teniendo una absoluta seguridad en sí misma, no lo soltó a lo llano? Mensaje sin recibir, Cosa.
Al regresar cada quien a la casa familiar tras nuestro idílico año, no tuvo más remedio que el romanticismo desbordado.
Yo parecía poder al fin con el reto de país y destino que representaba la universidad, dos buenos maestros me acogieron y el desastre se volvió inevitable. En mi cabeza había una sola alternativa: escoger entre ellos y mis compañeros. Un día falté a la puntual cita con A. Alguien ofreció comprar una botella y cuando me di cuenta era tarde. Reaccioné como se suele y no quise encontrarla después ni a la mañana siguiente. Fue por mí.
-Estaremos juntos hasta siempre, te dije, ¿recuerdas? 
Dio media vuelta.
-0-
¿Por qué yo, quitando el azar? 
Estuvo enamorada del compañero de infancia en la pequeña ciudad provinciana donde vivía la abuela, y con él tuvo sus primeras experiencias sexuales, a los catorce años.
Hijo de pescadores representaba el mundo que buscaría por medio mío. Lo descartó porque no pudo confiar en él. Engañarla con otra niña y robarse pequeñas cosas de casa de ella era disculpable. Mentirle, ya no tanto, y se le murió al darle un discurso contra los propios pescadores, presumiendo que se convertiría en hombre de negocios a costa suya.
J jamás la traicionaría, estaba segura, y por eso mi continuo tropezar devino en virtud. 
-Anda, sé un total desatino. Aquí estaré para que compartamos tu sabia resurrección -pareció decirme aquél mediodía.
En otra nota de este cuaderno me refiero a la supuesta fortaleza mía. Tal vez ella lo creía.  
Más obviedades
Era 1966, decidiría casarse en 1972 y faltaban dos años para que yo marchara a la fábrica-pueblo. Las mil cosas con A, titulé esto.
Escribo de madrugada y podría pasarme horas charlando de Ella con Suertudo. Mi solitaria vejez tiene sobrada compañía. No más místicos sueños, confío.
-0-
El día a continuación de que Ana diera media vuelta frente a mi escuela universitaria, la busqué donde nos reuníamos al terminar sus clases, como el año anterior. Ahí estaba y me le senté al lado.
-¿Lo conozco?
-No. Pero en un minuto...
La besé y volvimos al rito amoroso que culminaba en el auto. No regresábamos atrás, se abría una nueva etapa.
A veces comer juntos o vernos en nuestro viejo parque de noche para una película después, ocasionalmente, sin referencia a mis cosas a menos que le aportaran algo...
No necesitaba más en el proceso de entender cómo perdía la brújula. Sí, yo buscaba, sin concierto, perdiéndome entre cualquier desvío que pareciera retrasar las decisiones, así siempre más urgentes. 
Por plazos la evité, pues me medía por mi incapacidad para merecerla, aunque ella no demandara nada.
Luego de su muerte, cuando la recordáramos, Luisa diría que A estaba tentada a buscarme alternativas o dejarse de cuentos y hacernos vivir juntos otra vez. 
-Entre cuatro paredes vaya qué sé cómo tenerlo a raya. Pero lo hundiría. No importa cuánto trabajo le cueste, encontrará lo que busca.
Empezó a llamarme el Perseguidor, por el cuento de Cortázar, y yo más desesperaba.
-Estás loca de remate. 
Entendiendo que era un terrible exceso, se obstinaba en el tema. 
-Perseguidor, Perseguidor, Perseguidor... -le dio la cantaleta una noche mientras, justamente, me perseguía. Terminamos en el hueco al aire libre de los teatros que merecían llevar nuestro nombre por la devoción teníamos al espacio en torno suyo. -¿Eres el Perseguidor?
-Sí, aunque no tenga saxofón -contesté literalmente drogado a punta de ella y viento, estrellas, perfumes que esparcían unas campanillas.
Me deshice en declaraciones amorosas como nunca antes, y eso es mucho decir. Se animó a hablar.
-Crees que soy menos que tú y es al contrario.
-No intentes convencerme de más tonterías.
-Soy rara pero no especial y en todo caso valemos esto -dijo señalando un minimísimo espacio entre dos dedos. -Piensa en la canción de Cohen -la que solíamos tararear. 
Many loved before us, I know we are not new...
-¿Dónde acabaré?, ¿dónde llevarte para sentir que no que desperdicias la vida?
-Piensas que te quiero porque contigo descubro lo que no podría sin ti. Y es cierto. Pero está atrás y no adelante. 
-¿Cómo?
-Está en lo que ya eres. Si por mi fuera te metía en formol -dijo sonriendo.
Sin esos momentos yo no habría ni mal salido de los interminables bretes.
¿Qué mes era? ¿Abril? 1966, todavía. Mil por mil, debí nombrar esto.  
-0-
Aprovechemos el país en receso, Cosa, para reconstruir paso a paso nuestra historia. 
Si uno no se dedicaría a la profesión que estudió o a la academia, el título tenía poca en importancia, si lo comparamos con después. Los programas educativos no siempre estaban bien diseñados, el magisterio dejaba mucho que desear en su conjunto y para ser una alumna con muy buenos promedios Ana requería relativo poco trabajo, y la ingeniera química era interesante y nada más. 
Haría un posgrado porque el lugar que escogió garantizaba conocimientos bien adquiridos y sobre todo una comunidad seria e inteligente. Adquiriría allí la disciplina y la visión que el negocio familiar no le proporcionaban. Esas eran las cuentas de su padre y no las de Luisa, quien habría preferido un largo viaje con cursillos en las empresas del país famoso por el artículo a cuyas herramientas para reparación se dedicaba la fábrica. 
Desde luego Luisa podía imponerse, como figura indiscutida puertas adentro en el hogar, y quizá no lo hizo por ello mismo. Don L tenía merecimientos de sobra y su familia extensa, con abolengo liberal, los reconocía y aceptaba también orgullosamente que las mujeres ocuparan en ella un espacio inusual para México. Más allá la cuerda podía tensarse, hasta su rompimiento, incluso, sin descalificaciones y sí un extrañamiento incómodo.
Ana aseguraba odiar ambas propuestas. Lo que reunía ya la fábrica, expertos operarios a la cabeza, era con mucho suficiente, declaraba. ¿A qué seguir perdiendo el tiempo? Viajar valía la pena, claro, pero en condiciones que no podía garantizar, no importa cuanto su madre le asegurara lo contrario, según sus diatribas.
-¿Adónde fuiste tú, mamá? Conoces muy pocos lugares y ni uno como quisieras. Si hasta la ciudad te queda grande -le decía con cariño.
Tenía en mente nuestras vacaciones en Cosmopolitandia.
Su hermano nos recibió sin ocultar el desagrado, y a la mañana siguiente hubo una escena desafortunada. Dormíamos cuanto entró al cuarto sin tocar.
-Ven -le dijo a ella. 
Éramos una pareja que hacía poco ruido con el sexo y habíamos extremado los cuidados. Por mala suerte para él y nuestros bolsillos, la recámara tenía una maravillosa ventana de ancho dintel, que estaba a pocos metros de la suya.
Así fuimos a dar al celebérrimo hotel.
Este álbum fue uno de los aportes del viaje.
Y con el hotel retos a pasto: el ghetto negro y el hispano, encuentros pasionales -jeje- en pleno gigantesco parque, visitas a suburbios que no aceptaban turistas... 
Apenas Juan sería tan buen viajero como ella.
Yo aportaba el azar, pues los más exóticos personajes me detenían ¡para orientarlos!
-Si eres lo menos cosmpolitanmen que se haya visto por aquí -decía ella- y tu inglés para los pelos de punta.
Se debía, creo, a las mismas razones que en mi ciudad me hacían el perfecto tipo a quien acudir por las madrugadas si se lo cruzaba, para pedirle un cigarro, un oído, complicidad.
En calidad de guías que suplían el conocimiento con devoción solidaria, fuimos a dar hasta hogares en zonas marcadas en rojo por la policía. 
Me temo, mujer, que protestaste por la propuesta de Luisa sabiéndola inviable. ¿Te negarías a patear calles y caminos al antojo, y tener encuentros furtivos con alguien más que el amor de tu vida? A otro perro con ese hueso. Total, la traición no cabía entre nosotros, al menos en esas circunstancias. ¿Fuiste blanca paloma durante el posgrado?
Hace poco una joven me echó en cara no conocer el amor libre. Tú y yo crecimos cuando inventaron la versión moderna y nos hincábamos ante Jules and Jim, la película que hacía proselitismo por una variante cuya gran protagonista era femenina.
La mayor expresión gozosa del amor, y a veces áspera en su crudeza, es el sexo, nicho entre nichos. La pareja podía descubrirla directamente o al confrontarse con otros.
El idílico año hicimos pruebas aun contra nuestra voluntad. Chistosas conversaciones aquellas.
-¿Me quieres? Piérdete una semana con la o las que desees.
-Nel (palabra que no inventaron ayer, jeje). Tú primero, ordena Catherine (la de la película).
-No.
-Le digo a Luisa que en el fondo rindes culto a Mr. Machín.
-¡Mentira! Ahora verás... Hay condiciones, ¿verdad?
-Sí, una: quedan fuera los amigos y conocidos.
-Me da miedo y no sé cómo.
-Uf, te va a costar un trabajal encontrar pretendientes.
-¿Y después?
-Imagino que contar o no, según sienta cada uno.
-¿Y si te enamoras de otra?
-Tramposa. Lo menos que cruza por tu putrefacta cabeza es eso. ¿Y si pasa al revés?
Se carcajeó.
Fue durísimo, pues al menos yo no tenía ganas en absoluto e imaginarla con alguien más, uno o dos, cómo saber, me sacaba de quicio. Lo fue y muy sano también y sin sentido. 
Para empezar, en esos tiempos la liberalidad estaba restringida a pequeños sectores. Desde luego había manera de recurrir a la conquista callejera que practicaban mis amigos. ¿Cuál era el chiste si vivía con la mujer que más me gustaba? 
El desconcierto me llevó dos años atrás al falso barrio bohemio recién en invención precisamente por quien se ofreció a pasarme los trabajos que hacía. Muy poco promiscuo lugar para los habituales a la caza de visitas. 
La vida te da sorpresas, dice la canción, y revisitándolo con el único objetivo de cumplir la tarea, aparecieron dos jóvenes que parecían seguir perteneciendo a la "rancia" burguesía nacional.  
Yo estaba fuera de su rango en la rígida estratificación que se había establecido, y tuve mi primer problema con los parroquianos -directores y actores de cine y teatro y cosas por el estilo-, maestros en conquistas, quienes me mimaban. Las hermosas se acercaron a la mesa donde yo estaba, como si nos conociéramos desde la infancia.
Era el único allí a quien identificaban, por su ruta diaria, pues debían atravesar el parque en cuyo costado estaba el edificio de la familia de Ana, donde ella tomó un cuarto en la azotea para nosotros. Nos veían juntos y el prosapioso, jeje, apellido de mi "suegro" salió a relucir. 
Me invitaron a sentarme para un interrogatorio en regla. 
-¿Viven juntos?, ¿están casados?, ¿qué dice su papa...?
Una desplegaba descaramente sus encantos para mí. No entendí hasta que dijo algo que se traducía como "Apetitoso por competencia". 
-¿Se consideran conocidas? -pregunté en silencio. 
Comenzaba mi breve aprendizaje con don Juan Tenorio.
Cuando los tres salíamos del restaurante-cafetería, los habitues me llamaron.
-¿Adonde vas, hijo de la chingada?
No daba crédito. Uno jaloneó al cachorro yo y la coqueta vino en mi ayuda.
-Es un viejo amigo de la familia.
-De todas formas -dijo el más enojado, sin voltear a mirarla, y los demás lo calmaron.
La ofensa era llevármelas. 
Sorpresas, dije, porque hasta hace poco la fábrica-pueblo pertenecía a los padres de ellas y perderla con otras empresas motivó que mi futuro protector llegara allí, sabría luego.
Experimentar, convinimos, y yo daba el paso inicial de la peor manera. No, no me lo permitiría. Estúpida la niña y mentira todo alrededor. Aun así, quedamos para vernos y probé. Era cierto, la niña tenía antojo por correr a contar su aventura y tras los primeros escarceos en casa de otra mujer a la cual trataría íntimamente en una de mis incontables etapas de desconcierto, rehicé el cuento: Ana y yo éramos amigos nada más, me prestaba un cuarto de servicio y yo crecí en la colonia ¡Guácala!
La lección Dime quién eres o pretendes ser y te diré si recibirás lo que deseas, se repitió con dos más, en la propia bohemería, aunque con matices muy distintos. En ambos casos habíamos intercambiado señales antes y se trataba de buenas personas. Pero para poseerlas, si bien me iba, debía alardear en falso.
Finalmente tuve una sola experiencia, condenable. La había enamorado platónicamente como el amigo de su hermano mayor y sin intención quedamos a solas sobre una cama. Tímida, me besó. Le expliqué que no estaba bien pues éramos una especie de parientes cercanos, se puso triste y maté dos malos pájaros de un tiro. 
Placer sí que lo hubo y mucho. Y ternura y vaya a saberse cuánto más en adelante si Ana y el amigo no existieran. 
La lección se resumió en No puedo querer a dos mujeres al mismo tiempo, aunque sea con distinto tono. Que el sexo no me decía nada sin amor me lo enseñaría el tiempo. 
La canción se repite en el clip y recuerda cómo me llamaban el cuasi imberbe Toño y sus lúmpenes amigos, a mis treinta: Fe ciega.
Cuánto extraño la ingenuidad de esa época en la cultura rock. Son piezas entrañables. Escucha el violín de barrio, A. Nos hacía languidecer. Todo o casi está allí, en los orígenes. 
Para ese momento había tenido otro altercado con mis bohemios protectores. 
De noche la apretada mesa giraba en torno a la única mujer. Con buena borrachera encima parecía retarlos y cada dos o tres minutos un mesero limpiaba las babas que escurrían. Yo representaba al chiquilín sin aspiraciones y me usó.
-Soy lesbiana y estos van a recibir su merecido -susurró a mi oído.  
Al asaltarme sin rubores sentí que recibiría una zurra en regla, jeje -se ocupó de impedirlo; por un instante mis bonos treparon al cielo y con ella sin duda habría aprovechado el reto que me impuse con la adorada; no llegó a tanto, fiel a sus preferencias.
-0-
Ya hablo de mí y no de ti, Cosa, y empleo demasiado tiempo. Mejor volveré a las charlas con Suertudo, más económicas, y el registro no sirve a nadie, ¿están de acuerdo, nietos? ¿O nos mostró algo, además, por supuesto, de que su abuelo todavía escribe muy mal?    
En cualquier caso debo darle un final a esto y tenemos la mañana más o menos disponible.
¿Cuánto cambiaste para cuando nos reunimos en 1998 -¿ni palabra sobre los años en medio-? Eras más hermosa. La carne fresca está sin macerar y el género masculino con experiencia lo sabe en todas las clases sociales urbanas: Ellas encuentran su plenitud a los cuarenta y, si se cuidan, a los cincuenta.
El volumen no había cambiado sino un poco, y nada la distribución. Para esquivar mi obsesión por ti, cambié de arquetipo femenino: morena fuerte, con talle estrecho, pechos pequeños y poderosas nalgas y piernas. (No tienes idea de cuánto costó estar con otra. Siempre detesté los pechos grandes, para no alimentar el edipo, creo, jeje, y ningunos se le parecieron ni lejanamente, hasta hallar a T, que parecía copiarte, como su sublime boca, y en parte por ello produjo un caos. Tu olor y sabor y tu bellosidad fueron tortura para la memoria de mis sentidos, que no volvieron a toparse con esa frescura y esa viveza. Si encontraba un sexo que recordara al tuyo, salía corriendo aún a mis cincuenta.) 
Eras estilizada y tu fuerza seguía asombrando. Hiperactiva, privilegiabas el trabajo manual, el de precisión de la fábrica te venía como anillo al dedo al obligarte a la concentración, y la antigua playa y el nuevo gusto por montañas y ríos hicieron lo demás.
Pondré como ejemplo los muslos, insistiendo en ese impagable don femenino de empequeñecerse con el ayuntamiento. Tu cuerpo, como otros, se hacía plastilina realmente o a mis ojos, conforme al momento, y había un contraerse en aquellas esplendidas, rellenas musculaturas. El efecto lo plagié en un sueño para la Inesperada, donde llevabas a extremos tu extraordinaria flexibilidad. Echa bolita rodeabas mi cabeza con ellos y no había mayor contacto imaginable de pieles. Su grosor rompía entonces la lógica y en segundos girábamos para que hicieran de clamor por mi miembro, siempre con la película que a chorros producía tu fuente.
Fue a los cincuenta cuando nos atrevimos a embadurnarnos con ella para tener el olor y el sabor por nuestros pechos, rostros y espaldas. Tu vagina, ya señalé, se dilataba o estrechaba ostensiblemente con mis dedos, hasta producir una suerte de vacío que demandaba me perdiera al fondo. Regresar al origen, al interior, en un cuerpo con el que no había deudas. Era como si culminara el ciclo. 
(Normalmente uso el tono equivocado, olvidando el más natural para mí.) 
-0-
-Hola.
-¡Ana!
Eso fue esta madrugada, cuando entraste a mi cuarto con las manos en las bolsas de tu hermoso, informal vestido blanco.
-Como llamabas tanto, vine.
-¿Estamos en ¿Una novela
-La solo nuestra, Perseguidor, jeje.
-Qué necia.
-Me gusta tu casita.
-Es muy modesta.
-Muy J.
-¿Te acuerdas de la del jardín de higueras?
-Estamos muy solemnes.
-Me siento raro.
-Deja que te tunda un rato, para que entres en confianza.
-¡Ah, sí?
Salto para cosquillearla y quien debe refugiarse en el armario soy yo.
-Sal, cobarde.
-No, a menos que me beses.
-¿Por las rendijas?
-No confío en ti.
-¡Ya, estúpido! 
-¿Y si mientes y no eres tú?
-Quieres ver mis pechos o algo así, ¿verdad?
-Métete aquí conmigo.
Descorre la puerta, Suertudo hace un tango por celos y nos encerramos.
-Te dije que para siempre.
Su aroma emborracha.
A las 3:07 pm ni quien nos saque de entre camisas, sacos, zapatos, en revoltura. 
Tras casarte nuestros gustos musicales evolucionaron de diferente manera. Este grupo no te atrapó -puede advertirse así tu distancia respecto al común, que me incluía- y al rencontranos costó trabajo vendértelo. 
-Creí que habías encontrado y no volverías -dice ella.
Se refiere al destino. Y es cierto en un sentido. Con Filiberto, el Santo lugar y cuanto hallé a través suyo, a los veintitrés años ya no había que buscar. Si no era aún pueblo sombra, conocía el secreto y por lapsos realmente me hurtaba a la historia, a su memoria consagrada -perdonen mi bobo dramatismo, Juan y María, Teresa, abuelo, don Bertolt, nietos; contigo no me disculpo, Ana, romántica como eres-. En cierto sentido, preciso, pues si encontré fue gracias a tu ayuda y a quien quería compartirle la gloria -sigamos con los excesos y no tanto- era a ti.
Inimaginable el descubrimiento, cómo soñar antes su entrega a Ella -eso representabas, Cosa, y las dudas sobran, aunque puedo explicártelo con palitos, jeje (por fortuna no le hablo a la Mal nombrada; de otra forma, ¡aguas!, ahí viene el alburero golpe).
Apenas percibir las señales te llamé por larga distancia -era un viernes de noviembre, al anochecer-. No estabas en la ciudad, atropelladamente se lo expliqué a Luisa y respondió de extraña manera. Intuí el motivo y por instinto me apreté todavía más a la nueva recibida.
-Tenías una pareja, J. Los vi, ¿recuerdas?
-No pretendíamos permanecer juntos.
-Eso dirías tú. 
-No te culpo de nada. Aclaro.
-Más de un año antes me anunciaste tu viaje, a continuación de otro. 
-Era el mejor intento que había hecho hasta entonces. 
-¿Tienes idea de lo que me costó perder El momento? Saliste de casa de mis padres aquella tarde...
-Mediodía.
Sonríe.
-Tu noción de tres de la tarde como mediodía siempre ha sido genial.
-Pues es la hora de comer.
Vuelve a sonreír.
-¿Seguimos con el tema o prefieres que lo cambiemos por las galaxias o lo que se nos antoja comer ahora? 
-Lo nuestro, lo nuestro es el teatro de revista.
-Saliste... e hice lo de costumbre. Solo por ti he llorado, qué cosa. 
-Perdón.
-Calla. Hice eso y nada más. Estaba enamorada y lo nuestro tenía ya un curso previsto.
-Si por ti fuera el Adán y la Eva tan campantes cuando los corrieron. Total, habría un juicio final. (Esa frase no sale de la manga, ¿cierto, Luisa?)
-Aquí estoy, ¿no?
-0-
Perdón, Ana, por traerte. Te tuve diecisiete años escondida, o cincuenta, según se vea. Sigues doliendo mucho y no encuentro cómo recuperar tu recuerdo más allá de mí. Cuando Luisa estaba tuvo sentido pues ella leía en los vacíos. 
Quedas donde siempre.
¿Así de fácil? 

ANTES Las mil cosas con A