martes, 31 de marzo de 2020

El año es 1982

Trece años buscando esta línea.
La canción es del Mr., alias Dylan. Los integrantes de Grateful Dead componían una maravillosa mezcla que incluía jazz y música clásica. Y en ese Jerry García había un gran, autodestructivo personaje.
1982 es la fecha, dije, y me expliqué muy a medias. 
Mi abuelo lleva desde 1950 esperando un pretexto para volver, se declara el Año Internacional de Movilización para la Imposición de Sanciones contra Sudáfrica y nace el Nuevo donde poco tiempo atrás Ella no estaba ya: un departamento que Él y yo volvemos a habitar aunque no registro entremedio otra dirección nuestra.
Israel avanza hasta el Líbano y masacra a los palestinos de Sabra y Chatila, y en Chile asesinan a Eduardo Frei, antiguo socio de Pinochet, consolidando la dictadura militar.
Elocuentemente, por dos meses Centroamérica parece pacificarse, Guatemala sufre la Masacre de Los Josefinos y papá y mamá, que volvieron a sus tierras, apenas ahora están tranquilos, pues fracasó el paródico golpe de Estado. 
Estados Unidos detona la bomba atómica número novecientos setenta y ocho, fallece Brézhnev, asoma la Perestroika y China vive todavía los recomodos tras desaparecer Mao.
En México había una gran transformación popular en proceso, estoy seguro, y todo se desmorona con la llegada de los cleptócratas al poder. 
Dos monumentales batallas se libran simultáneamente, advertí a ustedes, y escribí devora la pequeña, inerme humanidad prendida a su pecho, refiriendome a una vecina ¿recuerdan? Subrayo el una pues tengo muchas en esa universidad donde curso varios posgrados simultáneos y dicto conferencias sin palabras, para aquéllas, para quienes por algunas horas dejan a sus hijos conmigo y para éstos.
Mis crias asisten a clases muy distintas, que ofrecen Uno, la azotea y el ritmo de la tierra cuyo pulso se revela gracias a ellas.
Entonces fue que nació el diálogo: 
Invariablemente a la primera obligada pregunta de quienes llaman por teléfono, respondo:
-¿Qué hago? Ya sabes: duro on the road de la recámara a la sala.

Puedo seguir así ambas guerras. Del exterior dan puntual informe mis amigos continuando cada uno a su manera el destino común. Lo demás, días y almas adentro, se narran a la vista.
A veces voy de paseo con los enanos a mostrarles nuestra ciudad en clave, que una activa década me descubrió. Cierto, ya no consigo seguir su crecimiento, perdiendo entonces fenómenos grotescos, como las nuevas colonias aspiracionales.
Nos congelo en imagen y traigo a Él a esa misma sillita de bebé con colgajos, donde una mañana la paz se le enturbiaba y con los ojos descubrió cómo me había marchado sentado ahí, pues tecleaba mi máquina de escribir. Flotó por primera vez desde hacía mucho, ahora tan a solas cómo puede estarse, hasta que halló una escoba barriendo, agua al chorrear, ollas cuya crepitación hablaba de mil cosas. Se volvió a posar, desazonado por el descubrimiento.
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A quien escuchamos no es Grateful Dead sino una banda formada casi paralelamente por Jerry García. ¿Adultero lo demás como hago con eso? Quizá, sin querer. En todo caso, previne a ustedes, del rock estadounidense o cualquier otro, poco puedo decir.
¿En verdad el año es 1982? ¿Me refiero al país, la tierra, mis crías, mí por separado? Nada más fácil que jugar con palabras.
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Cumplo treinta y cinco años, a Filiberto lo volvieron fantasma y no daré más con él, excepto tal vez cuando buscándolo crea sentir su mirada y vea una sombra correr. Mi Tercer Hombre -presenté antes a ustedes esa película.
Mis viejos cuadernos están guardados y olvidé también lo que según Juan escribía no para narrar sino comprender. Por ello no podré después hacerme una idea detallada de estos días.
Busco personajes que nos cuenten. Tengo al ideal, a quien nunca aludo. Lo llamo Ibn, algo así como nadie o todos, pues en su lengua significa "hijo de" y los apellidos suelen llevarlo por prefijo, digamos.
Nos conocimos el año estudiantil y la ciudad cosmopolita por excelencia, ambos, adonde llegó al modo de muchos paisanos suyos.
-¿Mexicano? -dijo, pues no había real pregunta allí, en perfecto español.
Completaba los estudios mientras trabajaba, si me permiten esta licencia no literaria, y fui su protegido. Descubrió para mí los barrios duros donde pasaba el tiempo más que por necesidad y al separarnos, cada quien rumbo al país nativo, intercambiamos direcciones.
Hace un año lo visité, aprovechando por primera vez los viajes que pagan mis padres para convivir un rato, si así pueden interpretarse días de jaloneos. Él había estado en India y muchas otras partes rumbo allí.
Guardo sus cartas, cuyas estupendas descripciones no me atrevo a transcribir sin pedirle permiso. 
Durante este largo tiempo ha sido mis ojos hacia mundos de otra forma inéditos y vive aventuras a las que yo jamás me atrevería.
¿Cuánto aprendo por él? No mucho, confieso, por falta de entendederas. A cambio las historias rumoran con tal don evocativo que mi imaginación se toma mil libertades, poblando los ciento diez metros cuadrados donde me confino. Por eso lo rebauticé: Simbad. 
Aun siendo musulmán liberal tiene harem, no bajo un mismo techo, cierto, y sin compromisos económicos, pues como buen marino, así ande a pie, en cada puerto halla amor.
Me envidia las crías y no para de hacer hasta lo indescriptible por no convertirse en padre, mientras recorre Argelia, las islas griegas, Túnez, Etiopía, Somalia, Siria, Turkestán...
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Ibn existe, no es del todo como lo sugiero, envía cartas solo ocasionalmente y sus historias en eco ocupan muy poco mi departamento atestado por otras mucho más cercanas y simples, como estas, cuyo registro debe corregirse: 
 Junto a la figura recreada de Ella andan las muchas pequeñas criaturas mías acumuladas en el cuarto, el común atribularse de los olores rancios de la cama revuelta contra la paz donde el día se detiene cargando sus primeras como fáciles horas registrando fachadas, ramajes, tableros de asfalto, y las trabajosas a continuación: mujeres que batallan, puertas al abrirse y cerrarse, prisas, tumultos, niños en marañas de mundos y hombres conmovedores en su esfuerzo por aparentar que no conocen el miedo.
Es una paz tendida en la pequeña franja de sol entrando por debajo de la cortina, a través de la cual el patio interior del edificio se planta: el rezumar remolón de la sombra, el jugar a solas con el sobrante de los días en las ventanas traseras: el eco de las peleas y las voces llamando, el sacudir de manteles y mantas, los rostros que asoman de cuando en cuando. A la placidez la atraviesa la angustia por el tiempo. Como en los pasos de una mujer camino a la azotea ahora: el centenar de escalones difíciles, esforzados, ayudándose del pasamanos para poder con la tina y los años rumbo a la azotea, un momento en vilo, sin antes ni después, creación pura del patio universo que enseguida, contra la constatación del cielo inmenso, impávido, hace conciencia de su propia pequeñez y su marchitarse –el yeso descarapelado, los agujerones, las trozaduras- e intenta aliviar las fatigas de la mujer animando los trinos, los guiños de la luz en la pared.
Más acá el apenas perceptible canturreo de la vecina que señala el misterio bien guardado de la recámara, creciendo a lo repentino desde la penumbra que como siempre debe estar allá al fondo, donde casi no alcanza la mirada, por las disputas del comedor -la mera convención de los manteles de flores, el genuino orgullo del frutero, el vacilar de la vitrina entre las pretensiones del juego de cristal cortado y el vivo recuerdo de olores de los tarros descapuchados-, a la cocina, a un par de metros, para celebrar la hora de mujer contagiando el chirriar de la hoja del anaquel, el caer del agua en el pocillo.
Me intrigan los anteriores inquilinos sin número preciso, cuya ausencia desapareció tras las obras ordenadas por Ella, que así hacían imposible transladarse cuarenta años atras, cuando construyeron el edificio.
Simbad es el único en atravesar trayéndome lugares y personas ajenos a nuestro demandante país sin relato y sus milenios, que asoma por donde vaya mi mirada en la ventana del frente.
Es el breve tiempo trabajando para un noticiero quien quiere abrirse paso, preguntando por los lugares que día tras día traían sus pústulas y estaban en Ibn, descubrimiento accidental y forzoso tras las desesperadas búsquedas de aquellos meses catorce años antes para encontrar algo más que "decadencia" en ciudades a las cuales me enviaron culpas y miedos de papá. 
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Mi amigo marroquí, pues tal es su nacionalidad, empezaría discutiéndome el número de año. Hay muchos calendarios, sabe y no solo por su fe. Viaja al modo antiguo y cree a cuánto desdeña el poder, no importa su fuente, y así, por ejemplo, hace caso al cielo nocturno, estelar, y no a las cuentas solares. 
Esotérico, deduce a conveniencia lo que escucha de beberes, pastores turkestanos, mazdeístas hindúes, como llama a quienes mi estupenda enciclopedia mal reconoce, y entonces me dirige hacia los pueblos nómadas de Norteamérica, hace mucho recluidos en reservas. 
-Sigue al lúcero del alba y déjate de tonterías -dijo una noche en su natal Fez, cuando nos encontramos. -No lo ubicas, ¿verdad? -continuó señalando Venus.
Lee a Kerouac, cosa rarísima para los islamitas, parece, al cual accedió en aquél mayo francés, y juntos descubrimos a Césaire cuando lo alcancé. Éste se le volvió devoción y gusta sentirse él, negro antillano, no importa qué regiones hurgue, y al estadounidense le copió el peculiar espíritu caminante.
Perdón, hablo en presente y escogí 1982 porque ayer me notificaron: mi exótico amigo murió.
-¿En serio? -pregunta alguien leyendo esta nota. 
-Lo dejo a tu libre albedrío.
-¿Cómo? -dice extrañado.
-Para creer o no.
La verdad es que no escribe desde nuestra última reunión y dudo lo haga otra vez. Decidió marcharse a un sitio sin retorno, haciendo voto de silencio. Eso permite inventarlo en adelante e ir y venir a discreción por donde desee.
El año no lo escogí a capricho. Anuda o dispersa, según se vea. 
SIGUE