sábado, 29 de diciembre de 2018

Tiempo de caminar. Ella


Por razones que no explicaré, la Ella en Tiempo de caminar, ausencia sin reparación en el departamento donde Él y yo nos aprestábamos a marchar, tuvo un segundo hijo conmigo: el Nuevo. Hoy, diciembre 2018, está muy grave.
Escribí esto hace mucho, como homenaje. Aquí recojo los fragmentos referidos solo a ella.
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El 10 de febrero, tras un ejemplar proceso, fumando y a bromas, entre quienes más quería, dijo Adios.
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Mal escrito. Ni modo.

Abrí los ojos y contra el zumbido telúrico de la ciudad al fondo y el manchón de luz lechosa en la cortina, había un amanecer de trinos y azul tierno, la pelea de una llave en la puerta a la escalera, la sugerencia de Ella atravesando la sala en silencio con un rastro de noche y aromas de manzana agria, de zapote que se rompe por maduro, de piña fermentada, para aparecer en el cuarto, desprenderse el rebozo del cual saltaban los pájaros cantando al pie de la ventana, y durante el poco a poco con que la ropa desaparecia, cada vez más la piel aceitosa, de aventura, satisfecha. Tras la estampa, una ciudad pasada e idealmente recompuesta, lío de parques y camiones y zaguanes y vidas entrevistas, soles a montones, aquí señor, allá un perrito que se ovillaba, rematando en fragancias, colores y maneras antiguas de los mercados, ajenos a las euforias, cuya esencia trasegada por lugares, cosas y atmósferas desconocidos traía la mujer, desnuda al pie de la cortina.
Algo así era en mi cabeza al despertar de la suerte de siesta por la mañana a la cual me había acostumbrado, con la imagen de esa Ella a quien no nombraba llegando un amanecer entre el perfume de su sudor y del alcohol, en el cual había creído encontrar contagios de lugares mágicos de la ciudad que había sentido perder y que así, en apariencia sin proponérselo, ella me regresaba ilustrándole lados nuevos de modo que yo sintiera otra vez su invitación. Era mi ciudad, pues no había una posible ciudad única sino un eterno temblor construido por millones de ojos y memorias.
(...)
La presencia de la mujer era abrumadora en cuanto el paseo distraído de los ojos recogía. En las representaciones del colgajo de collares, por ejemplo, o en las mariposas y las primaveras, como alguien me dijo se llamaban aquellos pájaros de pecho generoso, que coqueteaban en el marco de latón del espejo contra el nicho del armario de madera cruda, sencillo y luminoso. O en la imaginación de la que hacía de mesa de noche, que resultaba una incógnita en el celo por la austeridad aparente -la lámpara y dos o tres objetos más sobre el metro cuadrado de la hoja de madera-, desmentida por los mundos de la trama del rebozo improvisado de carpeta con sus fantasías de una geometría a primera vista de extrema sencillez, en la cual podían sospecharse siglos de secretos y fracturas heredados.
Ella a plazos apremiante y pospuesta, entregada y esquiva, y en verdad siempre inaprehensible, como entendí de nuevo al topar los dibujos de la cortina y el tiempo de principio a fin suyo que estaba en ellos, recreado hilada a hilada, donde parecía adivinarse todavía el tarareo en silencio que acompañó un paso tras otro de la aguja, incapaz de decidirse por pudor o miedo a reproducir la estampa clásica del ama de casa. Ella por todas partes, también en sus ausencias. De los sartales de la cajita destapada como por casualidad, que descubría el desbarajuste de anillos y aretes y pulseras, a las puertas entreabiertas del clóset por donde asomaban los bolillos de un vestido, un par de zapatos de tiras, el encaje de una manga, encontraba las mañanas en las que la radio, a un volumen que casi sólo ella escuchaba, daba la impresión de hablarle de cantinas y hoteles de paso y suertes de equilibrista, mientras el trabajo sirviéndole de pretexto se vestía una blusa volada, la invitación de las faldas de algodón que le ceñían los muslos al paso y el desafío de las grandes arracadas, preparándose para desaparecer hasta no había modo de calcular cuándo.
(...)
En el camino de regreso, acumulada en su memoria o en la del departamento, la música que los acompañaba maniáticamente: un muchacho indagando la desolación y el vértigo con sus juegos de palabras en otro idioma, las diestras guitarras y la voz profunda del hombre vestido de negro, al modo de los campesinos en domingo de un lugar distinto y próximo, o en un punto preciso las rabietas y la desolación del piano del negro niño un par de años atrás, entre los cuales Ella, sentada en un pozo de sombra, se balanceaba todavía en el placer de entregarse al fin al jolgorio de criaturas contrahechas, traviesas, gozosas, malintencionadas, que le habían hecho gestos desde niña y que tal vez no eran sino la promesa o el camino, de veras, a la zotehuela donde los tiestos y los canarios y las gallinas y la abuela que los criaba.